Ruperto Vázquez Ovando/Opinión en línea
Y ahora ¿quién podrá defendernos?
No había necesidad de usar el patio central de Palacio Nacional para dar el mensaje; ni la presencia de gobernadores, secretarios de gabinete, la iniciativa privada, invitados especiales y los aplaudidores de siempre. Desde ahí, desde la escenografía, comenzó mal el Presidente.
Cuando terminó de decir su decálogo los mexicanos nos miramos entre sí y nos preguntamos: “¿y ahora?”.
Las expectativas generadas la víspera se disiparon como un soplo. Fue el mismo formato, el mismo lenguaje, las mismas palabras, el mismo “ahora sí vamos a actuar” que escucharon nuestros bisabuelos y que nosotros venimos oyendo desde la infancia.
Enrique Peña Nieto desilusionó pero parece que no lo sabe. Piensa que un buen rollo pronunciado desde el centro mismo del poder es más que suficiente para apaciguar la impotencia y el encono. No dimensiona o no quiere dimensionar que está jugando con fuego y que las llamas nos pueden alcanzar a todos.
Nadie quería oír el catálogo de buenos propósitos que nos recetó, ya hemos oído cientos de discursos vacuos. Enrique Peña tenía que convencer, que entusiasmar y no lo hizo.
A excepción de los gacetilleros pagados y los priistas de la vieja guardia, no he escuchado a nadie que diga “caray, qué bien, qué bien; ahora sí México va a cambiar”.
Tras el mensaje quedó una sensación de vacío e impotencia, y el “otra vez nos salieron con lo mismo” se repite con la insistencia de un eco.
El jueves, día del mensaje, dije en mi columna: “… debe sacudir la conciencia de los servidores públicos, de los diputados, senadores, gobernadores, alcaldes y hasta de los agentes municipales. Sus palabras deben ir concatenadas a acciones que nos devuelvan la esperanza y la confianza. Y si tantito me apuran, debe devolvernos hasta la fe que hemos perdido en quienes nos gobiernan.
La palabra seguridad debe ser la clave y parte medular de lo que nos diga porque somos un pueblo donde la inseguridad permea como nube negra sobre casi todos los mexicanos.
Las reformas estructurales pueden esperar, lo que este país necesita con urgencia es seguridad y confianza en sus instituciones. Mientras haya políticos coludidos con el narco, líderes rateros, servidores públicos transas y corruptos. Mientras la impunidad se siga enseñoreando en todas las esferas del gobierno, lo que diga hoy el Presidente valdrá gorro y será un discurso más para el archivo”.
Y mientras escribía mi desilusión por el mensaje presidencial, me llegó la noticia de la muerte de Roberto Gómez Bolaños, Chespirito y el corazón se encogió de tristeza.
Mis recuerdos se instalaron en los años setenta cuando llegaba acalorado de la escuela, aventaba los libros a donde cayeran y me ponía a ver El Chavo y el Chapulín Colorado.
En los setenta el movimiento hippie agonizaba, los Beatles se habían disuelto, el cine costaba cinco pesos, una malteada dos, se podía pasear por las calles hasta altas horas de la noche y el único secuestro del que habíamos oído hablar fue el que sufrió Juan Manuel Fangio, en 1958… en Cuba.
En aquellos años se desconocían palabras como cártel, capo, levantón o desaparición forzada; el Chapo era un cuate que se llamaba Rafael y le decíamos así por chaparro, y la zeta era la última letra del abecedario.
No sé qué me duele más, si la muerte de un hombre noble y bueno o la sensación de desamparo en la que vivimos los mexicanos de a pie. No dudo de las buenas intenciones de Peña Nieto, pero sí sobre su capacidad para conducir a buen puerto a este país.
Por mucho que se diga lo contrario, vivimos en una encrucijada y con la zozobra de no saber qué va a pasar si la inseguridad e impunidad se siguen enseñoreando con nosotros.
¿Quién podrá defendernos?