
Raúl López Gómez/Cosmovisión
Felipe de J. Monroy*
En días pasados, tres hechos aparentemente distantes en España, Venezuela y El Salvador dibujaron un mapa de tensiones contemporáneas entre la Iglesia y el poder político; tensiones que también se observan en México y que nos obligan a reflexionar sobre los márgenes de libertad religiosa en las sociedades modernas.
En España, la jerarquía católica defendió el ejercicio de la libertad religiosa de la comunidad musulmana ante una limitación municipal en Jumilla, Murcia. En días pasados, un bando del ayuntamiento prohibió la celebración del Ramadán y de la ‘Fiesta del Cordero’ de la tradición islámica, una comunidad migrante y creciente en el sur del reino. Los obispos católicos, en especial el cardenal arzobispo de Madrid, José Cobo, han decidido reivindicar la libertad de culto de todas las expresiones religiosas, incluso las diversas a su identidad cristiana. El sentido de su defensa es práctico pero también trascendente: Si se faculta al poder político el derecho a limitar la libertad religiosa de los no cristianos ¿qué le impedirá en el futuro restringir las libertades de los cristianos? Lo más inquietante es que el intento de limitar la expresión religiosa de los migrantes y musulmanes proviene de un grupo político reaccionario que utiliza la idea del catolicismo integrista como plataforma ideológica.
Al mismo tiempo, Venezuela presenta una paradoja inquietante: mientras el gobierno de Donald Trump ofrece 50 millones de dólares por la captura del dictador Nicolás Maduro, el arzobispo de Caracas y el padre rector de la Universidad Católica local se reunieron con él para coordinar las canonizaciones de José Gregorio Hernández y Carmen Rediles. La jerarquía católica ha recibido críticas evidentes, no sólo por sostener el diálogo con el dictador al que EU le puso precio a su cabeza sino por no interceder lo suficiente por los 807 presos políticos que el régimen de Maduro. Este episodio obliga a la pregunta: ¿Cómo debe relacionarse la Iglesia con un poder político ilegítimo o represivo, sin traicionar su misión pastoral ni silenciar su voz profética?
Finalmente, El Salvador completa este tríptico revelador. Ante la reforma que permite la reelección indefinida de Nayib Bukele –un giro hacia el autoritarismo dictatorial–, el arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas, sucesor de san Óscar Romero, alzó la voz contra la acumulación del poder y el menoscabo de la libertad. Es el rol crítico, incómodo, pero necesario, de la Iglesia frente a los abusos del Estado. ¿Qué valores o principios cívico-políticos debe defender la jerarquía religiosa y hasta qué niveles técnico-jurídicos del Estado se deben involucrar las asociaciones religiosas?
Estos tres escenarios hablan, en el fondo, de un mismo asunto no resuelto y que también le hablan a México: el asunto de la plena libertad religiosa y la moderna laicidad colaborativa. Ambas condiciones favorecen la libertad de pensamiento, conciencia y expresión pero también hacen que el Estado no sólo se mantenga “neutral, separado e indiferente” a las instituciones religiosas sino que, junto con ellas y se colabore de forma transparente y abierta en la promoción del bien común y la protección de los derechos humanos.
México vive un lento pero inexorable proceso a la diversificación de las expresiones religiosas y no religiosas; por ello, a pesar de contar con una tradición católica y cristiana, hay una responsabilidad inherente de las religiones mayoritarias de resguardar la libertad de todos. Por otro lado, ¿qué tan preparados estamos para respetar esa voz cuando cuestione leyes injustas o proyectos hegemónicos, aunque provenga del púlpito?
Estos casos internacionales iluminan nuestra propia encrucijada. Como bien señaló Benedicto XVI en su visita, México arrastra una «esquizofrenia moral»: relegamos lo religioso al ámbito privado y pretendemos una vida pública desnuda de valores trascendentes. Este divorcio, heredero de conflictos históricos, sigue intoxicando nuestra convivencia. Se critica a los obispos por dialogar con autoridades en busca de soluciones a problemas sociales (violencia, pobreza, desastres naturales), pero también se les critica si, ante esas mismas tragedias, se percibe que su solidaridad es insuficiente.
El mensaje que estos tres conflictos globales envían a México es claro: urge superar la simulación y el recelo. Necesitamos construir, con valentía y realismo, un modelo de relación Iglesia-Estado basado en dos pilares irrenunciables: Una libertad religiosa plena y real que garantice a todas las confesiones –y a los no creyentes– su espacio legítimo en la esfera pública, desde las procesiones, celebraciones y la expresión mediática; y donde la Iglesia católica, por su peso histórico y social, debe ser la primera defensora de este pluralismo. Pero también, una participación responsable y crítica, que reconozca que las voces religiosas, desde su específica identidad y sin ánimo de imposición, tienen derecho y deber de contribuir al debate público, denunciar injusticias y proponer caminos para una sociedad abierta.
España, Venezuela y El Salvador nos muestran facetas de los conflictos que surgen del enfrentamiento, la instrumentalización o el silencio cómplice entre el poder político y el religioso. México tiene la oportunidad –y la responsabilidad– de tejer una relación distinta. Que el centenario de nuestros viejos conflictos no sea sólo una conmemoración, sino el punto de partida para una convivencia madura, plural y en paz. El camino exige diálogo franco, respeto mutuo y el coraje de vivir, tanto en privado como en público, con coherencia ética. El tiempo de la esquizofrenia debe terminar.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe