
Teresa Gil/Libros de ayer y hoy
El presidente de la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados, Ricardo Monreal Ávila viajó recientemente a Europa junto con su esposa para conmemorar un acto estrictamente personal: su 40 aniversario de matrimonio. Lo hizo durante el receso legislativo, sin ejercer funciones públicas, sin representar a institución alguna y utilizando recursos propios. Aun así, ese viaje fue convertido en una narrativa de descalificación. Pero el centro del debate no es el viaje. Veamos.
Primero. ¿Dónde termina la vida privada de un servidor público y dónde comienza su responsabilidad institucional? La respuesta no puede quedar al arbitrio de la percepción pública ni de criterios morales fluctuantes. Debe fundarse en el marco legal. En este caso, el viaje de Ricardo Monreal fue realizado durante el receso del Senado, sin representar a institución alguna, y costeado íntegramente con recursos personales. No hubo comisión oficial ni ejercicio de poder. A partir de allí, todo juicio debe partir de un principio elemental: lo que no está prohibido por la ley, está permitido. No se interrumpió ninguna función pública ni se dispuso de recursos estatales. Lo que ocurrió fue el ejercicio del derecho al descanso y a la vida privada, amparado por el artículo 1º constitucional, que protege el libre desarrollo de la personalidad, la intimidad y la vida familiar. Exigir que un funcionario renuncie a esos derechos, incluso fuera del cargo, equivale a desnaturalizar los límites del servicio público. Aquí entra en juego un concepto invocado con ligereza: la austeridad republicana. Esta no es una cruzada moralista, ni una renuncia a la vida personal. Es una política pública con un propósito claro: combatir el dispendio, eliminar lujos pagados con dinero público y garantizar que el poder se ejerza con racionalidad presupuestaria. Su sentido es financiero e institucional, no personal ni simbólico. La austeridad republicana no exige que los funcionarios vivan en abstinencia emocional o bajo permanente observación moral. No puede convertirse en un dogma inquisitorial que confunde decoro público con penitencia. Criticar decisiones privadas legítimas bajo esa bandera no fortalece la ética pública: la trivializa. El mensaje es preocupante: no basta con actuar conforme a derecho, también se exige un perfil que satisfaga determinadas expectativas estéticas o ideológicas. Eso no es austeridad. Es vigilancia disfrazada de exigencia ética. Autoritarismo simulado.
Segundo. Los señalamientos en contra de Ricardo Monreal no se han acompañado de una sola prueba de irregularidad. No hay denuncia, procedimiento, observación ni inicio de expediente administrativo. Tampoco se ha documentado ninguna afectación institucional. El hecho, en sí mismo, carece de relevancia jurídica. Pero eso no ha impedido que sea utilizado para construir un discurso de sospecha que busca otro objetivo: debilitar políticamente a quien no se pliega con facilidad. En un Estado de derecho, los funcionarios no deben ser juzgados por prejuicios, sino por sus actos. Y esos actos deben ser evaluados con base en normas objetivas. No basta con que algo genere desagrado o cause polémica para transformarlo en falta. En este caso, se pretende convertir una decisión privada y legal en un acto reprobable, sin sustento normativo. Eso no es rendición de cuentas. Es desgaste por insinuación. La trayectoria de Monreal es conocida. Ha sido gobernador, legislador, académico y líder parlamentario. Ha hecho públicas sus declaraciones patrimoniales y ha cumplido con sus obligaciones legales. Eso no lo coloca por encima del escrutinio, pero sí exige que cualquier evaluación se base en hechos concretos, no en narrativas a modo. Evaluar sin evidencia es suplantar el juicio con prejuicio. Reprochar sin ley es crear culpabilidad sin norma. Cuando la rendición de cuentas se vacía de contenido legal, se transforma en herramienta política. Una herramienta eficaz, sí, pero también riesgosa para la integridad institucional. En este caso, no hay falta. No hay norma vulnerada. No hay daño público. Solo una lectura interesada de un acto privado, amplificada para desgastar a quien resulta incómodo.
Tercero. El viaje de Ricardo Monreal es solo un pretexto. El verdadero malestar proviene del tipo de liderazgo que representa. No es un operador subordinado ni un opositor estridente. Ha apostado por la autonomía dentro de los márgenes del sistema. Ha negociado sin someterse, y ha disentido sin romper. Eso lo vuelve difícil de controlar. Difícil de etiquetar. Difícil de encasillar. En un escenario polarizado, donde la lealtad ciega y la confrontación abierta parecen las únicas rutas aceptadas, la figura de Monreal descoloca. No responde al guion del aplauso ni al de la disidencia ruidosa. En cambio, ocupa un espacio más escaso y menos comprendido: el del pragmatismo institucional. Esa ambigüedad lo vuelve blanco de ataques, muchas veces ajenos al contenido real de sus decisiones. Hoy se usó un viaje. Mañana será una fotografía, una frase, una omisión. Lo que importa no es el hecho, sino la erosión. Lo que se persigue no es la corrección de una conducta, sino el debilitamiento paulatino de una presencia política que incomoda por su independencia. Pero usar actos legales como herramientas de desgaste sienta un mal precedente. Porque si lo permitido por la ley ya no basta para proteger a una figura pública del escarnio, entonces nadie tiene garantía de trato justo. Se sustituye el marco legal por el juicio simbólico. Y se consagra la sospecha como forma de control. Esa lógica convierte al debate público en terreno movedizo. Y normaliza el ataque sin norma. Hoy es Monreal. Mañana puede ser cualquiera. Si cumplir la ley no alcanza, ¿qué sí?
Aquí no hubo privilegios. No hubo dispendio. No hubo infracción. Hubo legalidad. Hubo vida privada. Cumplir con la ley debería bastar. Pero hoy, el mundo al revés, parece que no. El mensaje no es solo contra una persona. Es contra el orden. Contra las reglas.