
Sheinbaum: capacidad estratégica frente a Trump
Felipe de J. Monroy*
El reciente anuncio del papa León XIV de conferir el título de “Doctor de la Iglesia” a sir John Henry Newman, cardenal, fundador y gigante intelectual del siglo XIX, es una noticia de gran relevancia; porque a pesar del inmenso santoral católico, apenas 37 personas han sido declaradas bajo ese título en los dos mil años de la institución, de las cuales, cuatro han sido mujeres: santa Teresa de Ávila, santa Catalina de Siena, santa Teresita de Lisieux y santa Hildegarda de Bingen.
Hay doctores de la Iglesia muy reconocidos por la devoción católica como san Agustín (el gran fundador, obispo y teólogo), san Jerónimo (a quien debemos la traducción de los libros bíblicos al latín y la difusión de vidas cristianas ilustres), san Francisco de Sales (predicador, patrono de los periodistas y escritores), san Juan de la Cruz (monje carmelita y poeta místico), san Antonio de Padua (fraile franciscano, predicador), etc.
Algunos de estos católicos han sido destacados por su original explicación y divulgación del Evangelio, por la interpretación de la vida cristiana, su combate a las herejías y desviaciones de la fe católica o por haber recogido la historia de los creyentes de su tiempo, su pueblo y sus lenguas; es decir, su influencia en la cultura, el gobierno, la liturgia y la dimensión espiritual cristiana ha sido determinante en la evolución de la obra y el pensamiento católico.
El cardenal Newman se integra a este prestigioso elenco con una historia singular: nació en Londres en el seno de una familia anglicana (la iglesia de Inglaterra fundada por el rey Enrique VIII y la influencia protestante en 1534) y se desarrolló en esa doctrina con mucho talento en los prestigiosos colegios universitarios de Oxford. Como párroco, escritor y distinguido predicador participó en el movimiento teológico al interior de la iglesia protestante para reconocer la herencia apostólica y católica del anglicanismo, en un momento en que esa institución estaba fuertemente sacudida por los efectos de la expansión global del imperio británico, el liberalismo económico y los debates teológicos internos.
El camino emprendido por Newman lo condujo a Roma, a la convivencia con diferentes órdenes religiosas y al diálogo con la catolicidad. De esa exploración vino la conversión, su adhesión al Oratorio de San Felipe Neri, su posterior ordenación sacerdotal, su labor como fundador de comunidades católicas en Inglaterra, su rectorado en la Universidad Católica de Dublín y su nombramiento como cardenal de la Iglesia católica romana por el papa León XIII. Ahora, con el anuncio de su declaración como Doctor de la Iglesia, el Vaticano destaca dos frases muy simbólicas de Newman: “El corazón habla al corazón” (su lema cardenalicio) y “De las sombras y de las imágenes hacia la Verdad” (el epitafio en su tumba).
Ambas son ideas de gran pertinencia actual: la necesidad de una comunicación profunda, personal y vulnerable más allá de las palabras; y el reconocimiento de que la búsqueda de la verdad suele ofrecer caminos difíciles –oscuridad e ilusiones pasajeras– pero necesarios.
La historia del cardenal Newman es ese camino: el ardiente deseo de saber, de dialogar con un mundo aparentemente antagónico, de reconocer la trascendencia mística e histórica que clama a cada comunidad humana en los sitios más insospechados. El religioso dejó escrito: «Luz amable, en la oscuridad que me rodea, ¡condúceme!».
Vivimos tiempos complejos, con triunfos de oscuridades que creíamos superadas gracias en parte al racionalismo y la ilustración. Hoy no sólo hay una desconfianza en la ciencia sino hay un pensamiento anticientífico boyante; hay una radicalización política basada en liderazgos carismáticos o fanatismos ideológicos; hay una crisis antropológica y cultural que desprecia los sustratos humanos; pero sobre todo, hay una jactancia de conocimientos al alcance de los gadgets. Newman también tuvo un pensamiento para esta clase de problema social: “El conocimiento es una cosa, la virtud es otra”.
Sin embargo, hay un pensamiento del santo Henry Newman cuya pertinencia en la actualidad es radical: “El mal predica la tolerancia hasta que se vuelve dominante. A partir de ahí, busca silenciar el bien”. Esta idea tiene implicaciones políticas evidentes que iluminan nuestra época; en efecto, hay obras de maldad objetiva que a través de la propaganda, la mercadotecnia y la política utilitarista se disfrazan de una supuesta respuesta tolerante ante muchos de los desafíos que vivimos.
De esta forma, el mal cobra fuerza al ser tolerado –y a veces buscado– por amplios sectores sociales. Por ejemplo, en no pocos regímenes políticos actuales, la agresividad, la superioridad y el desprecio del prójimo se venden propositivamente en las democracias modernas asegurando que los gobiernos serán ‘tolerantes’ con los pobres, los marginados, los disidentes, los rezagados, los extranjeros, los migrantes, las personas vulnerables, los que no tienen voz, etcétera. Pero, al llegar al poder –muchas veces omnímodo– comienzan a catalogar los valores de la fraternidad universal, la justicia social, el bien común, la solidaridad y la subsidiariedad como “padecimientos” o “enfermedades”. Los poderes de dominación contemporáneos, originalmente disfrazados de tolerancia, hoy buscan silenciar las voces disidentes de la virtud y la verdad, especialmente presentes en las realidades vulnerables. Es en estos escenarios donde un doctor de la Iglesia puede ofrecer un camino de comprensión sobre la humanidad, sobre sus dificultades cíclicas y permanentes que no deben hacernos perder la confianza y la fe.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe