
Alejandro García Rueda/Cuarto de Guerra
La Universidad Veracruzana vive un momento delicado, complejo y profundamente revelador.
Lo que en principio debería ser un proceso institucional y ordenado —la solicitud de prórroga del rector en funciones— se ha convertido en un escenario que exhibe tensiones históricas, inercias estructurales y, sobre todo, una preocupante fragilidad en la comprensión pública del significado de la autonomía universitaria.
En los últimos días, hemos presenciado prácticas que creíamos superadas. Voces que, invocando la ley, han pretendido imponer interpretaciones parciales o abiertamente manipuladas de la misma. El discurso público ha sido invadido por intereses de diversa índole: estructuras partidistas, funcionarios en funciones, medios con líneas editoriales dirigidas y voceros que operan bajo agendas particulares, quienes han orquestado una narrativa de confusión y desconfianza. Se habla de legalidad mientras se niega lo que la norma dice con claridad; se acusa a la Junta de Gobierno sin pruebas, se cuestiona su ética sin evidencias, y se exige transparencia sin reconocer todos los mecanismos formales que se han implementado para evaluar la decisión.
Pero en medio de ese ruido, vale la pena preguntarse con serenidad: ¿qué hay realmente detrás de la decisión de la Junta de Gobierno? ¿Por qué una prórroga, legalmente permitida, ha generado tanta estridencia? ¿Quiénes son los que están verdaderamente preocupados por el destino de la Universidad, y quiénes han encontrado en esta coyuntura una oportunidad para recuperar espacios, privilegios o influencia perdida?
Conviene recordar que los integrantes de la Junta de Gobierno no reciben remuneración por esta función, que su encargo es honorífico, que su trayectoria profesional es pública y verificable, y que no existe registro alguno que comprometa su ética. Son académicos con décadas de experiencia cuya función no es favorecer a una administración, sino garantizar que las decisiones institucionales se tomen con fundamento, legalidad y visión de largo plazo. Si el procedimiento fuera ilegal —como algunos afirman—, ¿acaso no sería sencillo impugnarlo jurídicamente? No lo hacen, porque no hay sustento. Lo que hay es una estrategia de deslegitimación.
Llama la atención que instituciones de educación superior de reconocido prestigio hayan expresado su respaldo a la decisión de la Junta de Gobierno y valorado con objetividad el proceso de continuidad. Ese reconocimiento externo contrasta con las reacciones internas marcadas por una creciente polarización que hoy afecta a buena parte de la comunidad universitaria. ¿No será que, desde fuera, los logros en inclusión, derechos humanos, equidad de género, transparencia, ampliación de la matrícula y de la infraestructura, así como el apoyo a los estudiantes en condiciones vulnerables, se valoran sin las distorsiones propias del conflicto interno?
Destacaron ciertos posicionamientos públicos, entre ellos los de exrectores de esta casa de estudios. Cabe preguntarse: ¿a qué intereses responden hoy esos alineamientos? ¿Con qué actores de la vida pública se vinculan actualmente y desde qué espacios han decidido intervenir en la discusión? También preocupa que figuras con responsabilidades institucionales externas hayan emitido opiniones que, por su investidura, pudieron percibirse como intentos de influencia sobre un proceso autónomo. ¿Qué habría pasado si la Junta atendiera ese posicionamiento? ¿En qué lugar habría quedado la Universidad frente a la sociedad, subordinando su decisión a intereses partidistas o a presiones externas?
También vale preguntarse por qué algunos actores que aspiran a dirigir la Universidad —y que participaron activamente en la consulta— hoy descalifican un proceso en el que fueron escuchados como toda la comunidad. La consulta fue un ejercicio abierto, presencial y en línea, en todas las regiones y sectores. No se trató de una elección ni de un mecanismo vinculante —aunque sus resultados fueron favorables a la prórroga—, sino de una herramienta de escucha institucional para orientar una decisión que corresponde a un órgano colegiado. Si hubo consulta, análisis de informes y deliberación conforme a la norma, ¿qué se les reclama en realidad a los miembros de la Junta? ¿No es, en el fondo, una forma de negar la expresión colectiva de la Universidad?
La campaña de desprestigio que hemos presenciado no ha sido casual. Se han publicado columnas, entrevistas, filtraciones y textos con acusaciones graves pero sin sustento. ¿De dónde provienen los recursos y la organización para sostener esa ofensiva mediática? ¿Qué intereses están detrás? ¿Por qué algunos medios que antes guardaban silencio ante decisiones institucionales cuestionables, hoy asumen una actitud combativa y editorializan contra la actual administración rectoral y contra la Junta?
No puede pasarse por alto que muchos de los rostros visibles de esta oposición fueron funcionarios universitarios en el pasado. ¿Qué lugar ocupan en este momento en la vida académica? ¿A qué estructuras respondían antes, y qué buscan ahora? ¿Cuántos han perdido privilegios? ¿Cuántos están vinculados con proyectos políticos ajenos a la Universidad? ¿Cuántos de ellos estarían dispuestos a asumir un cargo rectoral si el camino se abriera por presión y no por méritos?
Hoy, la estabilidad de la Universidad Veracruzana no está en riesgo por una prórroga legal. Está en riesgo por la desinformación, por la presión externa, por la manipulación discursiva y por los intereses —externos e internos—que no ven en la UV más allá de un botín.
Algunas preguntas no deben dejarse de lado: ¿Qué revela el hecho de que quienes renunciaron a la Junta de Gobierno lo hayan hecho en medio de una intensa presión pública promovida para desacreditar el proceso de evaluación de la prórroga? ¿Qué tipo de amenazas se recibieron y quiénes se beneficiarían de un escenario en el que la decisión de la Junta se viera debilitada? ¿Y por qué quienes pudieron expresar su voto en contra prefirieron retirarse, en lugar de sostener su postura dentro del órgano colegiado?
Se dice que en toda coyuntura crítica existen dos narrativas. Una es la que domina el discurso público, se amplifica en redes sociales y responde a estrategias políticas claras. Otra es la que se construye en el interior de las instituciones, entre personas que conocen los procesos, que asumen los costos y que actúan con sentido ético. El reto, hoy, es distinguir entre ambas.
Es importante ahora, escuchar las voces de quienes han reconocido en su día a día los logros y avances de esta administración. En tiempos donde el ruido busca imponer su relato, el respaldo sereno y firme de quienes valoran lo que se ha construido es más necesario que nunca. Manifestarse a favor de lo que funciona también es una forma de cuidar a la Universidad.
Las acusaciones mezquinas, infundadas, no hacen más que proyectar las aspiraciones de quienes las lanzan. Y la pregunta de fondo que deberíamos hacernos es esta: con todo lo que hemos visto, con todas las prácticas exhibidas en estas semanas, ¿podemos realmente imaginar a algunos de esos actores protagónicos al frente de la máxima casa de estudios del estado?
El momento que vivimos es serio. La defensa de la Universidad no se juega en una consigna, ni en una marcha, ni en una columna. Se juega en la capacidad de discernir, de no ceder a la manipulación y de confiar en las instituciones cuando actúan con legalidad, integridad y responsabilidad. La Universidad Veracruzana merece altura de miras. La historia sabrá distinguir quién estuvo a la altura del momento y quién no.