Jorge Robledo/Descomplicado
En el régimen presidencial tres funciones o responsabilidades recaen en el presidente: jefe de Estado, que obliga a ver por todos y todas las instituciones y poderes; jefe de gobierno, que implica dirigir la administración pública y el gobierno como tal; y líder del partido, tarea que realiza la organización mediante el debate político, la coordinación legislativa y el posicionamiento público en temas relevantes. Realizar las tres tareas implican tensiones, especialmente entre las dos primeras y la última. Ver por el buen gobierno o por la totalidad conlleva distancia obligada sobre la parcialidad que entraña su propia organización.
Todos los presidentes han tenido dificultad para lidiar con su partido. Para Salinas, el resultado de su elección fue evidencia de que el PRI ya había dado de sí. Encomendó al Luis Donaldo Colosio transformarlo para hacerlo electoralmente competitivo. Las buenas cuentas y el dominio presidencial generaron en Salinas el deseo de cambiarlo y volverlo el partido de la solidaridad: el paso del tiempo y la gestión de Colosio, Beatriz Paredes, Carlos Rojas y Genaro Borrego, entre otros, le disuadieron de tal cometido. Que Colosio fuera candidato resolvía para Salinas el futuro del PRI.
Zedillo llegó a la presidencia en condiciones inéditas por su independencia de la clase política y del mismo partido. Una persona formada en el Banco de México y en la disciplina económica fue refractario al código tradicional del PRI; además, el costo brutal de la crisis financiera y su respuesta provocaron un severo deterioro electoral del PRI. Buenos dirigentes llegaron y se fueron; José Antonio González Fernández organizó una ejemplar elección primaria sin precedente en democracia partidaria.
Fox llevó la fiesta en paz con el PAN sin mayores pretensiones. Se entiende porque siempre mantuvo distancia. De hecho, su candidatura fue muy cercana a una auto imposición. Con Calderón fue muy distinto, él sí hombre de partido. Igual que Salinas, la cargó contra la organización política por la mala elección presidencial. Manuel Espino fue echado de la dirigencia y del partido. Germán Martínez le imprimió un sentido de actualizar el proyecto político del PAN ya en el poder, pero los malos resultados le hicieron desistir. Una pena.
Una vez que logró grandes transformaciones, Enrique Peña Nieto regresó al PRI las peores tradiciones: corrupción y sumisión. Fue él y también una generación extremadamente corrupta de jóvenes gobernadores. El partido perdió piso a pesar del esfuerzo de algunos como Manlio Fabio Beltrones, Eruviel Ávila o Miguel Osorio. No sorprendería la postulación de un candidato presidencial que presumía como fortaleza no pertenecer al PRI. Para compensar, volvió a Rubén Moreira el responsable de la operación electoral; por cierto, desastrosa y costosa en extremo.
López Obrador prometió no meterse en los temas de partido. No cumplió porque las leyes de la política prevalecen sobre los cuentos de sus narradores. De hecho, se olvidó de institucionalizar el movimiento creado para llevarlo a la presidencia. Por esto es muy importante para el futuro la conformación del Consejo Nacional, proyecto accidentado, pero acertado; lo mejor que ha hecho la cúpula del movimiento.
López Obrador entiende que requiere del partido. Todo presidente lo comprende en la elección intermedia. Él lamenta no haberlo anticipado, ya que le significó perder la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y los consecuentes cambios constitucionales proyectados para la segunda mitad de su gobierno. En su lugar, la grilla local gana terreno, algunos en complicidad con el crimen organizado. López Obrador sabe bien que los enterradores de su proyecto estarán en los malos gobiernos locales y municipales, como se advierte con Jaime Bonilla en Baja California, Cuauhtémoc Blanco en Morelos, Cuitláhuac García en Veracruz, y Miguel Barbosa en Puebla, por mencionar a los más a la vista.
La realidad es que el presidente no tiene partido. No existen las definiciones ideológicas ni programáticas que promovieron Bertha Luján, Arturo Alcalde, Ignacio Taibo y otros en la discreción de la estructura partidaria. López Obrador cuenta con una maquinaria electoral que de mucho sirve para ganar el poder, no para gobernar; menos para transformar al país.