Carlos Ramírez/Indicador político
Recuerdo de Conrad y Kipling
Estoy totalmente en desacuerdo con quienes aseguran que el triunfo de los franceses sobre los croatas el domingo fue la prevalencia de la civilización occidental sobre el fundamentalismo balcánico.
Si bien el recuerdo de las atrocidades de la Ustacha está fresco y nombres como Filopovic, Brzica, Asner, Gotovina, Tudjman y otros, evocan imágenes de una brutalidad inaudita, me parece un despropósito mezclar el futbol con hostilidades regionales que se remontan al siglo XIII… aunque viéndolo bien en ese deporte los despropósitos parecen ser parte del juego.
Si a esas vamos, los franceses tampoco han sido hermanas de la caridad y los mexicanos podemos dar testimonio de ello en carne propia.
También me parece ridícula la versión de que Macron togará con la Legión de Honor a los jugadores, y no veo ninguna posibilidad de que la avenida Campos Elíseos sea renombrada Vía Kylian Mbappe, como ya se asegura por ahí.
Y es francamente insultante que el Bronco, según se dice, quiera recalibrar el aparato del doctor Guillotin para mocharle la mano a Hugo Lloris. En verdad parece que no hay límites para los absurdos de este muy mercantilizado deporte.
Pero al ver cómo Macron apapachaba y besuqueaba a sus jugadores en la ceremonia de premiación, confirmé que este joven es la encarnación del homo politicus. Nunca tantos besos se habrán convertido en más votos como sucedió el domingo. Vaya, la multiplicación de los panes y los peces en comparación queda como chanza de prestidigitador aficionado.
Evidentemente Macron carece de asesores con maestría en Oxford y doctorado en el MIT que le pongan a salvo de peligrosos gestos populistas. Apenas en mayo pasado recibió en el Elíseo al inmigrante ilegal malí Mamoudou Gassama; lo agasajó, le autorizó la residencia con miras a la ciudadanía y le consiguió empleo, sólo por que aquél, en cumplimiento de su deber, rescató a un niño que estaba a punto de caer de un balcón. Nadie le dijo al Presidente que no conviene que un jefe de Estado se inmiscuya en asuntos municipales. ¡Caray!
Pero me estoy desviando de mi análisis. Por amor a una mujer, por primera vez en mi vida vi un partido de final de campeonato este domingo. En alguna ocasión puse por escrito lo que pienso de ese deporte y no me fue nada bien, así que no cometeré el mismo error. Apunto que también soy hostil al dominó, al póker y al jai alai.
Como el amor puede más que las convicciones y los prejuicios, pues, me puse frente al televisor, mentalizado en interés sociológico. Lo primero que descubrí fue que en la plantilla de futboleros de la patria de Víctor Hugo no había ningún Fleury, ni Flament, ni Alaguillaume y menos Richelieu, pero sí un ramillete de Pogba, Dembélé, Umtiti, Kante, Matuldi, N’Zonzi y otros que me hicieron recordar que hace menos de cien años Ruyard Kipling hablaba del “agobio del hombre blanco” -que lleva a cuestas el destino de los nativos del subdesarrollo- y Joseph Conrad desmenuzaba la naturaleza salvaje de los aborígenes del África negra.
Acepto ahora con humildad que el futbol sí tiene aportaciones más allá de inflamar pasiones poco sanas y revivir instintos que fueron domeñados a fuerza de siglos de civilización.
Fue como un rayo de luz comprobar ante mis ojos, sin necesidad de teorías o aparatos académicos, que Salman Rushdie fue un visionario, que tuvo razón antes que nadie al profetizar en su célebre ensayo de los ochenta que este siglo verá un contraataque, un tsunami desde las antiguas colonias que arrasará a los agonizantes imperios, o lo que queda de ellos.
Mas si los hasta hace poco colonizadores de horca y cuchillo hoy besan la mano de los descendientes de sus otrora siervos, también comprobé con tristeza que los siguen vendiendo… aunque ahora por millones de euros que por lo menos van a parar al bolsillo de los vendidos. Creo que a esto le llaman “mercado de fichajes”.
Pero aún así el partido del domingo me hizo ver la posibilidad de sociedades multirraciales, multiculturales, donde lo que importe, para blancos y negros (y morenos), sea la capacidad y la entrega; en donde los nacionalismos y los prejuicios se diluyan en el reconocimiento de que todos somos iguales y que el color de la piel o el grosor de los labios es únicamente un rasgo estético.
Me sobrecogió evocar que fue hace menos de una generación, en 1977, que el gran escritor nigeriano Chinua Achebe dictó a un condescendiente auditorio blanco su famosa conferencia sobre Conrad en la que sostuvo, con abundante documentación y brillantes argumentos, que el autor de El corazón de las tinieblas fue un racista mondo y lirondo, aserto que provocó que un distinguido profesor exclamara colérico: “¡Cómo se atreve usted!”, antes de abandonar ruidosamente el auditorio seguido por otros colegas igualmente indignados.
Me pregunto si aquel profesor habría estado el domingo entre los rabiosos aplaudidores del estadio Luzhniki, tocado con sombrero de gallo y quizá una bandera impresa en la mejilla, o mezclado con las multitudes que en el Arco del Triunfo celebraron la victoria con manifestaciones que, por lo menos a mi, me parecieron sospechosamente tribales.
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