Carlos Ramírez/Indicador político
Me confieso anticuado. Soy de quienes el 15 de septiembre cantan a todo pulmón el Himno Nacional, se emocionan con las películas de Pedro Infante y jamás critican a su país en el extranjero.
A la manera de mis viejos maestros, respeto la puntualidad, doy clases con saco y corbata, me pongo de pie cuando una dama o un superior se presentan y cedo el paso a los ancianos en la acera y el elevador.
En sexto año de primaria fui el orador en la ceremonia de fin de cursos que nos puso, chavales nerviosos, camino a la secundaria. Frente a mis padres lacrimosos y mis compañeros que contenían la risa, comparé los pobres salones de nuestra escuela pública con el Gran México y a los maestros con los Héroes que nos dieron Patria.
No me apena decir que se me hace un nudo en la garganta cuando el cielo se ilumina con los fuegos artificiales en la noche de la Independencia y la bandera tricolor se mece a los acordes del Huapango de Moncayo.
Peeerooo…
Mi abuelo paterno, de quién heredé el nombre, fue revolucionario. Salió de su casa en los altos de Jalisco y se fue a la bola con Villa. Anduvo en la División del Norte en las filas de Los Dorados. Regresó a su pueblo para formar una familia y ayudar en la construcción del nuevo México con las herramientas que sabía manejar cuando colgó el rifle y las cananas: la espátula, el cincel y la pala del albañil.
Ya muy anciano, cuando aliviaba sus reumas al sol, no se explicaba por qué después de tanto dolor, de tanta sangre y de tantos muertos, y al cabo de años y años de chinga, los pobres seguían igual de jodidosque antes de la Revolución.
Muchos nos hacemos la misma pregunta: ¿Por qué si somos tan ricos estamos tan pobres?
¿Por qué si somos herederos de grandes y vigorosas culturas nuestra imagen en el mundo está deslavada?
¿Por qué si en las entrañas de nuestra tierra yacen enormes riquezas hay mexicanos que sobreviven en peores condiciones que en las zonas de guerra del Medio Oriente?
¿Por qué si el siglo pasado abanderamos la lucha por la educación hoy nuestro sistema escolar está devastado?
¿Por qué en la tierra en donde se dio la primera revolución social del siglo XX hoy campea la desigualdad, la marginación, la falta de oportunidades, el crimen organizado y una brutal impunidad?
¿Por qué el país que tuvo la clase política más alta, preparada, lúcida y valiente en la Reforma hoy mira, asombrado, la rampante mediocridad de sus tres poderes?
Habrá muchas respuestas posibles a estas y otras preguntas. Pero yo no soy ningún sociólogo, sino un ciudadano que tiene ojos y ve lo que pasa a su alrededor y lo compara con lo que ha visto en otros países.
Los mexicanos somos maestros del subterfugio y del disimulo. El síndrome de la crinolina describe nuestro miedo a llamar las cosas por su nombre.
En México no hay niños de la calle, sino menores en situación extraordinaria. No hay indígenas que mueren de hambre, sino poblaciones vulnerables. No existen ciudadanos tullidos o lisiados, sólo personas con capacidades diferentes. Vaya, ni siquiera habemos ancianos, sino adultos mayores –o como sea que ahora se nos llame.
Pero como buenos mexicanos, encontramos consuelo: los males que padecemos no son consecuencia de nuestros errores sino del imperialismo yanqui, del nuevo orden mundial, de las diabólicas acciones y la satánica impronta de los predecesores neoliberales.
En Sudáfrica hay un Museo del Apartheid para que nadie olvide los años siniestros de la supremacía blanca, al lado de la cual el Ku Klux Klan fue apenas una tropa de boy scouts.
Los niños que visitan la antigua cárcel de Soweto y ven con horror las mazmorras y el video en donde Verwoerd asegura en la ONU que el cerebro de los negros es inferior y justitica la infame segregación racial, se preguntan si el buen De Klerk, fallecido hace unos días, habrá sido conducido a un averno “Sólo para blancos”.
En Polonia, en Alemania, en Estonia, en Francia, en donde quiera que hubo campos de concentración nazis, se levantan memoriales que alertan de lo que sucede cuando la locura secuestra a la política.
En México conmemoramos el aniversario de nuestra Revolución con un desfile deportivo y aún no podemos aceptar que Cortés y Díaz pusieron su impronta en el país en el que vivimos y en la sociedad que somos.
Nuestra historia oficial es una esquizofrenia de ángeles y demonios, de buenos y malos.
Denostamos al dictador general Díaz, pero una de las más bellas calles del DeFe recuerda al Coronel héroe del 5 de mayo y veneramos al Caudillo del 2 de abril. ¡Como México no hay dos, hijos de tal por cual!
Somos un país periférico y dependiente ¡Qué le vamos a hacer! Nuestra única esperanza es la Virgen de Guadalupe…
Creo que debemos recuperar, conocer y aceptar nuestra historia. Creo que el 20 de Noviembre debiera ser una jornada de lucha contra la inequidad, contra la impunidad, contra la corrupción y contra la simulación.
Creo que no debemos olvidar la sangre derramada. Sólo así honraríamos la memoria de quienes dieron la vida porque creyeron que era la única manera de construir una patria mejor.