Raúl López Gómez/Cosmovisión
El niño Fidencio
Cuando yo era pequeño, una de las leyendas en la casa de mi abuela materna era que el niño Fidencio había curado a mi bisabuelo, y en el altar familiar una fotografía de ese personaje era venerada con la misma devoción que San Martín de Porres y San Felipe Neri.
Era un rostro fuerte de ojos hundidos y mirada atemperada por un mechón de cabellos negros y tiesos, con una boca grande de labios entreabiertos que disimulaban dos hileras de dientes torcidos y afilados. En aquel entonces ya habían transcurrido casi veinte años desde su muerte, pero era como si viviera aún y cada marzo mis tías y primas organizaban un peregrinaje a Espinazo, en un lugar lejanísimo llamado Nuevo León, para que la abuela remojara sus males en “el charquito” al lado de la tumba del hombre santo, al cuidado de los “cajitas”.
Hoy recuerdo, entre divertido e incrédulo, cómo en el caso de una enfermedad primero se ponía una veladora al niño Fidencio antes que llamar al médico. ¡Una noche que me empaché me tuvieron dando vueltas a la mesa y rezando padrenuestros con invocaciones al niño hasta que la sabia madre naturaleza me mandó una convulsión emética que me salvó la vida! Ese era el tamaño de la fe en una familia rural pobre y numerosa.
José Fidencio Constantino Cíntora, el niño Fidencio, fue uno de 25 hijos de un ranchero de Irámuco, Guanajuato. Murió hace 80 años, a los 40 de edad, el 19 de octubre de 1938, y en vida fue adorado como un elegido de Dios y un iluminado, pero también fue acusado de charlatán y denunciado como emisario y acólito de Satanás.
Si el niño Fidencio fue santo o si poseía poderes sobrenaturales son asuntos espinosos que yo, simple pecador stándard, no puedo aclarar. Hay testimonios de personas a quienes la ciencia médica había desahuciado y que fueron curadas por este hombre-niño de voz tipluda, lampiño, que se vestía como infante, tenía una personalidad juguetona y lloraba con frecuencia.
En el museo de Mina, poblado al norte de Monterrey, hay una exposición fotográfica que registra algunas de sus curaciones. De entre muchas, una dice, en tosca letra sobre la impresión,
“La sra Florencia Puente. 21 años. Sufrio de un tumor canseroso en la espalda. La opero el niño Fidencio y en 4 dias esta aliviada. Esp. N.L. 10/1/24”.
El niño está a la izquierda de la foto, tocado con un gorro blanco y con la mano derecha apunta un bisturí a una espalda femenina en donde se aprecia una enorme herida suturada. Varios curiosos rodean al curandero y a la paciente. En otra, el joven opera las cataratas a un anciano a mitad de un patio entre una muchedumbre, en el calor y polvo del mediodía.
No se sabe bien a bien cómo fue que llegó a Espinazo, hoy en día centro de un culto que cada año convoca a miles de peregrinos. Dicen las crónicas que apareció en la región hacia 1921. Por esas fechas, el rico hacendado Teodoro von Wernich, quien sufría de várices y estaba desahuciado por los médicos, hizo caso de los rumores que hablaban de un joven de la hacienda que realizaba sanaciones milagrosas, y para su sorpresa, el muchacho lo curó.
La fama del niño Fidencio se extendió como lumbre en pradera seca. De todo el país y del extranjero llegaban a Espinazo mujeres y hombres en busca de alivio. El curandero lo mismo drenaba forúnculos como el que durante cuatro años sufrió en el brazo derecho don Ramón Sánchez, que extraía muelas sin que los pacientes sufrieran dolor alguno. El 8 de febrero de 1928 el presidente Plutarco Elías Calles fue a Espinazo, se puso una túnica y consultó al hombre santo. Bonito espectáculo habrá sido aquel: El Turco arrodillado ante un indígena con poderes divinos.
Hoy en día el “fidencismo” es un creciente movimiento religioso en el norte del país y el sur de los Estados Unidos. Sus seguidores se llaman a sí mismos “cajitas”, pues se dicen receptores de la gracia del sanador, y las videntes que hacen contacto con su espíritu se llaman “materia”. El lema del niño Fidencio sigue siendo el mismo: “No son pobres los pobres. No son ricos los ricos. Sólo son pobres los que sufren de dolor”.
Si la fe puede mover montañas, este debe ser un testimonio más de ello.