Miguel Ángel Sánchez de Armas/Juego de ojos
El mundo parece huérfano de aspiraciones. La descomposición social que se expresa en violencia, discriminación, asesinatos, racismo, desempleo, migración forzada, enfrentamiento partidista, ambición política, sexismo, homofobia y muchos otros desencantos colectivos, ha tenido un efecto colateral: una ausencia de propuestas y tendencias culturales.
Esta ausencia es más acusada en la literatura, pues el signo de nuestros tiempos ha sido la imagen, acompañada del florecimiento de productos visuales de todo tipo -no sólo artísticos. Hace tiempo que la publicidad ejerce un relevante dominio en este terreno.
Esto no quiere decir que la producción literaria se haya detenido, simplemente se hizo más individual. Parece que los creadores dejaron de reconocerse como grupo, que el desencanto los venció y que aquel continente de colectividad artística que fue el sello de otros tiempos dejó de tener sentido.
Este fenómeno tiene consecuencias no sólo en el acto creativo sino también en los lectores y en las lecturas. Es así como lo percibo.
En la literatura latinoamericana la última tendencia reconocible fue el boom, hace sesenta años, en cuyas obras se percibían con nitidez determinadas circunstancias del contexto social y político que animaban la creación.
Estos elementos aparecían con distinto énfasis en los autores del movimiento, pero la fuerza de los vínculos los perfilaba como un conjunto. Así, se puede identificar en los autores del boom la construcción de un discurso narrativo propio, pero una respuesta contestataria a la cultura hegemónica: un proyecto estético que rescataba los rasgos de la identidad nacional de cada nación y se convertía en la mirada, no de un autor, sino de un grupo en la transición hacia la modernidad de las distintas sociedades latinoamericanas.
La efervescencia política y social de la época, cuando el mundo se agitaba en la polarización de las ideologías de izquierda y de derecha, cuando unos se ilusionaban con la posibilidad de un mundo socialista mientras otros apostaban por el progreso capitalista, tuvo a muchos escritores que explícita o implícitamente tomaron partido por una opción política, simplemente porque era difícil entonces mantenerse al margen del encendido debate. ¿Recuerda el lector la obra de Neruda Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución cubana?
Esta circunstancia explica el surgimiento prácticamente paralelo del boom latinoamericano y de la generación beat en Estados Unidos. Kerouac, Burroughs, Ginsberg y Corso daban forma estética a la necesidad de confrontar los valores que la sociedad capitalista imponía, lo mismo que en América Latina el fuerte arraigo colombiano de García Márquez y el cosmopolitismo de Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar se fundía con sus raíces más autóctonas para producir algunas de las novelas más extraordinarias y memorables de la creación humana en esta parte del mundo, mientras que en el continente que Conrad llamó negro otra legión de escritores, entre ellos Chinua Achebe y Ngũgĩ wa Thiong’o, transitaban por el mismo camino.
Las propuestas de los escritores beat que ayer resultaban todo un desafío a los cánones sociales, hoy parecen pálidos arrebatos adolescentes. Incluso las posturas más radicales en torno al consumo de estupefacientes como vehículo para alcanzar la cima creativa no son nada comparadas con el actual enorme consumo de drogas sin ningún fin artístico o utilitario.
Las imágenes vertiginosas que se suceden en la novela En el camino, tanto como una de las más trepidantes piezas beboperas de Charlie Parker, que describen los viajes alucinantes y sin sentido de los protagonistas, son el símbolo de la vida demencial y al mismo tiempo desolada que producen las orgías, el alcohol, la mariguana y otras drogas.
En el camino y Almuerzo desnudo son al mismo tiempo refocilación y denuncia, “las cabezas de ángel abrasadas por la antigua conexión celestial al dínamo estrellado de la maquinaria de la noche, quienes pobres y andrajosos y con ojos cavernosos y altos se levantaron fumando en la oscuridad sobrenatural” describía descarnadamente Ginsberg en su famosísimo Aullido.
Oliveira es el símbolo rayueliano de la estupefacción de una generación que no encuentra su identidad y sale a buscarla en ultramar, pero que arrastra en la búsqueda a la Maga que es como el abrevadero tosco y sabio del origen, con una apariencia falsa de ignorancia.
La historia de los Buendía narrada con hechos tumultuosos que se atropellan y llegan a confundir al lector, hurga con historias inverosímiles la vida alucinante de una ruralidad mezclada con fantasía que remite y obliga al reconocimiento de los más recónditos espacios de la identidad no sólo colombiana sino latinoamericana, espacios en los que se vieron retratados millones de habitantes de América Latina y que, por ello, se volvieron tan universales que deslumbraron al mundo.
Ixca Cienfuegos es misterio y verdad a la luz del día, es signo y símbolo, es mundial y mexicanísimo, por ello se hermanó fácilmente con sus pares para formar una comunidad de personajes que parecían vomitados de la impostergable necesidad de tener un sello propio, una identidad.
Es posible que haya muchas causas a la ausencia de movimientos literarios tan cimbradores para multitudes como los de estos dos grupos de escritores. Unas razones estarán en el ámbito artístico, pero estoy convencido de que la mayor parte de ellas pertenece al curso que ha tomado nuestra vida en sociedad, donde, desde mi punto de vista, priva el desencanto, un desencanto que ha impedido la comunión artística que enriqueció la vida de generaciones anteriores.