Raúl López Gómez/Cosmovisión
Era un joven de intensos ojos azules, apuesto como gacela y dado a la melancolía, seductor de mujeres y hombres, que un día comenzó a perder la vista y dejó su vida de molicie en Londres para irse a vivir al Sudán. En los siguientes años se convirtió en uno de los más extraordinarios peregrinos y escritores del siglo, tan grande como los novelistas de aventuras del XIX pero a diferencia de muchos de ellos, trotamundos real y no mental.
Hablo de Bruce Chatwin, una de las personalidades literarias más atractivas de República Literaria, aunque su obra sigue siendo poco conocida en México. Hace años Federico Campbell le dedicó una de sus “Horas del lobo” en Milenio, pero hasta donde sé los lectores aztecas de este inglés errante forman un club tan hermético y reducido como en su tiempo fueron los seguidores mexicas de J.R.R. Tolkien.
Los libros de Chatwin no son de fácil clasificación. Uno de sus más conocidos, En Patagonia, acepta muchas lecturas. Es sin duda una novela, pero también un diario de viajes, muy cercano, incluso en estilo, a Far Away and Long Ago de William Henry Hudson, el delicioso volumen de recuerdos aparecido en 1918. Sus viajes por Dahomey y Brasil dieron lugar a una novela sobre el primitivo comercio de esclavos, El virrey de Ouidah (1980). La colina negra (1982) describe la vida en una granja galesa. Para muchos, la obra más importante de Chatwin es La línea de la canción (1987), una meditación sobre el nomadismo y los aborígenes australianos —mezcla de filosofía, fábula, libro de viajes y novela— que escapa a toda definición. El misterioso relato Utz (1988) es un espléndido retrato psicológico de un obsesivo coleccionista checo de porcelana de Meissen.
Se puede decir de su obra que es la memoria de un observador dividida en episodios convencionalmente llamados libros por el resto de los mortales. Tampoco la vida o la personalidad de Bruce puede insertarse en un molde. Creo que Chatwin se encuentra en un apartado de seres humanos no fácilmente clasificables.
Este inglés de Sheffield que nació a las ocho y media de la tarde de un caluroso 13 de mayo del año de Dios 1940 en el seno de una familia de clase media “sin pretensiones”, fue con el tiempo un misterio y una revelación para quienes le rodearon. Tuvo una niñez enfermiza. A los nueve años su tío favorito fue asesinado en algún lugar del África Occidental Británica, extenso territorio en donde hoy se asientan Nigeria, Gambia, Sierra Leona, Benin, Ghana y parte del Camerún, y esto avivó la imaginación del muchacho, quien de inmediato se puso a leer todo lo que encontró sobre ese rincón del Imperio.
La apostura –belleza, se diría- y una capacidad casi ilimitada, obsesiva, para la conversación, fueron dos de sus rasgos. Tan distinguido era su porte que todos los que trataban con él lo asumían aristócrata, o no inglés, como fue el caso de la esposa de Carlos Fuentes, según apunta Nicholas Shakespeare, su biógrafo.
Shakespeare conoció a Chatwin en Londres en 1982 y es interesante su recuerdo. Lo visitó en su estudio de Eaton Place en donde una bicicleta estaba recargada en la pared y un libro de Flaubert tirado en el suelo. “Era más joven de lo que había imaginado, con aspecto de refugiado polaco, anoréxico, pantalones anchos, pelo gris rubio, ojos azules, facciones afiladas y verbo como navaja […] No dejó de parlotear desde el momento en que ingresé a su pequeña habitación del ático. En minutos me había dado el teléfono del rey de la Patagonia, el del rey de Creta, el del heredero del trono azteca y el de un guitarrista de Boston que se creía Dios”.
A Chatwin no le gustaba dar entrevistas, pero Shakespeare lo convenció de que participara en una mesa en televisión con la oferta de compartir créditos con el mismísimo Borges. Bruce llegó primero al estudio y cuando vio aparecer al argentino comenzó a parlotear sobre sus libros y su obra. “¡Es un genio!”, dijo en voz alta. “No puede uno salir sin su Borges. Es como empacar el cepillo de dientes”.
Don Jorge Luis, quien avanzaba por el pasillo de la televisora del brazo de Shakespeare, escuchó, se detuvo, alzó un poco el rostro y sin dirigirse a nadie en particular, exclamó: “¡Qué antihigiénico!”
En retrospectiva alguien podría decir que era una personalidad maniática, obsesivo-compulsiva. Era muy capaz de dar el primer paso de un viaje que podría ser de uno o mil kilómetros, literalmente sin más equipaje que su libreta parisina de hojas gruesas y pastas de piel en donde anotaba en letra minúscula –más pequeña cuanto más personal era la entrada- sus observaciones sobre todo lo que cruzara su camino.
En un artículo publicado en LAWeekly en marzo del 2000, Shakespeare recuerda que Joan Didion dijo: “Nos contamos cuentos a nosotros mismos para sobrevivir” y cree que esto fue “más cierto para Chatwin que para la mayoría de nosotros. Cuando le pregunté a Salman Rushdie ‘¿Qué es esa bestia que Bruce intenta mantener a raya?’, respondió con gran agudeza: ‘La bestia es la verdad sobre sí mismo. La gran verdad que oculta es su verdadera identidad’.
“No fue sino hasta sus últimos meses, cuando enfermó, que la verdad salió a luz. Diez años después de una visita al África Occidental, en la tarde del 12 de septiembre de 1986, Bruce fue internado en el pabellón de emergencias del Hospital Churchill de Oxford. Su ficha de ingreso sólo lo identificó como escritor de viajes de 46 años, VIH positivo”.
De El último encuentro de Sándor Márai tomo una estremecedora reflexión del General que me parece podría haber sido concebida con Chatwin en mente: “También existen instantes en que no es de noche ni de día en los corazones humanos, instantes en que los animales salvajes salen de su escondite, de las madrigueras del alma, y en que tiembla en nuestro corazón y se transforma en movimiento de nuestra mano una pasión que hemos tratado en vano de domesticar durante años… durante muchísimos años… Todo ha sido en vano: hemos negado, sin la menor esperanza, el sentido de esta pasión, incluso a nosotros mismos, pero el contenido real de la pasión era más fuerte que nuestros propósitos, y la pasión no se ha disipado, sino que ha cristalizado”.
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