
Raymundo Jiménez/Al pie de la letra
Se vio a sí mismo como un “embutido de ángel y bestia”. Unos lo tacharon de “científico disfrazado de poeta”; otros lo juzgaron “poeta disfrazado de loco”. Se declaró antipoeta pero escribía como si al día siguiente lo fueran a electrocutar. Prohibía que le hablasen de usted y vivió 103 años.
Hablo de Nicanor Parra, a quien primero dejaré presentarse:
De estatura mediana, / Con una voz ni delgada ni gruesa, / Hijo mayor de profesor primario / Y de una modista de trastienda; / Flaco de nacimiento / Aunque devoto de la buena mesa; / De mejillas escuálidas / Y de más bien abundantes orejas; / Con un rostro cuadrado / En que los ojos se abren apenas / Y una nariz de boxeador mulato / Baja a la boca de ídolo azteca -Todo esto bañado / Por una luz entre irónica y pérfida- / Ni muy listo ni tonto de remate / Fui lo que fui: una mezcla / De vinagre y aceite de comer / ¡Un embutido de ángel y bestia!
Yo le llamé Nicanor, como exigía la etiqueta. No lo voy a despedir con sonseras como ésa de “creador de una obra desafiante de versos memorables” o “voz singular en la cultura occidental”, lanzadas al calor de la competencia de elogios en que se trenzan los burócratas cuando despiden a un grande a quien seguramente no leyeron. Tampoco me haré eco de burradas como que “se desconocen las causas de su muerte”… ¡cuando el pobre tenía 103 años en el momento en que Caronte lo trepó a la barca!
Sabido es que soy un lego incapaz de distinguir un verso anapéstico de un dactílico, pero al igual que Nicanor creo que la poesía es un artículo de primera necesidad y que no hay nada más noble que una botella de vino bien conversado entre dos almas gemelas.
Aunque sí me pregunto: ¿cómo fue que un físico matemático postgraduado en cosmología y mecánica avanzada, para más señas profesor de ingeniería, no sólo se instaló en la república poética sino que la señoreó? Si no fuera una blasfemia diría que con Nicanor termina el debate iniciado por C.P. Snow sobre el divorcio de la ciencia y el arte, que a mí me parece el equivalente a la polémica sobre el número de ángeles que caben en la punta de un alfiler, porque el muro entre la ciencia y el arte es más falso que el muro que la bestia amarilla que tiene su guarida a orillas del Potomac pretende levantar a orillas del Bravo.
Archibald MacLeish lo supo. Aunque ese gringo magnífico habló de la poesía y la militancia política, pareciera susurrarle al oído a Nicanor desde una página escrita hace 86 años: “Hay una muy buena razón por la que la relación de la poesía con la revolución política debiera interesar a nuestra generación. La poesía, para la mayoría, representa la intensa vida personal del espíritu único. La revolución política representa la intensa vida pública de una sociedad. La relación entre ambas contiene un conflicto que nuestra generación entiende: el conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres.”
Yo he tenido la ventura de conocer a contadores públicos melómanos, a actuarios pintores, a funcionarios públicos cantores y, aunque esto sea más difícil de creer, a políticos lectores. Incluso testimonio el caso de un feroz cacique tropical autor de canciones que rivalizan con las de Guty Cárdenas … pero que en estos días debe vomitar en su tumba con los desfiguros de su hija. ¡Sin duda!
No hay, pues, contradicción entre formarse como físico-astrónomo-ingeniero y devenir juglar. Nicanor mismo lo dijo: La poesía se ha portado bien / Yo me he portado horriblemente mal / La poesía terminó conmigo.
Me dice Ángel de la O: “Nicanor Parra fue un terremoto en la poesía de habla hispana. Con su antipoesía desmontó los altares solemnes y obligó a los poetas a mirarse en el espejo roto de la vida cotidiana. Donde otros veían un templo de mármol, Parra levantó un quiosco en la esquina, con anuncios luminosos y chistes de café. Fue profesor de física, lector de Shakespeare y amigo de las paradojas: un hombre que entendió que la palabra poética debía bajar de la nube y ensuciarse de tierra.
“La suya fue una obra que desafió a la muerte, porque desenmascaró su presencia en lo ordinario. Con humor corrosivo, con frases que parecen grafitis, con la sabiduría de quien sabe que el arte no se escribe para los críticos, sino para los transeúntes. En Poemas y antipoemas puso en marcha un nuevo canon, uno en el que el lenguaje del mercado, del periódico y de la calle se volvía inmortal. Parra mostró que la eternidad de la poesía no está en los mausoleos, sino en la risa que sobrevive al desastre.
“Su significado trasciende las fronteras de Chile: Nicanor Parra fue un poeta del mundo, un hereje necesario. Nos enseñó que la poesía puede ser tan seria como una ecuación y tan ligera como una carcajada. Ese es su legado inmortal: haber devuelto a la poesía su vitalidad primera, haber recordado a los mortales que las palabras sirven para vivir y no sólo para adornar.”
¿Se aplica el lugar común de que los poetas no se van sino que se desvanecen poco a poco? No sé. Claribel Alegría, Sayed Hiyab, Naqsh Lyallpuri, Nicolás del Hierro, su querido Amado Nervo y un montón más ya andan con Nicanor en un club de los poetas muertos que no tiene trazas de desvanecimiento sino al contrario parece cada vez más luminoso. Así que mejor despedirse con un … ¡hasta la vista, camarada!