
José Luis Enríquez Ambell/Café de mañana
Para Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa latinoamericano, el arte era una “realidad vital”, que contrastaba con la “cultura del descarte” del mercado global. Y poco después de subir al trono de San Pedro, expresó su admiración por Caravaggio, un pintor cuya obra parecía hablarle.
La vocación de San Mateo, el gran lienzo de Caravaggio en la iglesia de San Luis de los Franceses de la Piazza Navona en Roma, era su cuadro favorito. Desde sus primeras visitas a la ciudad el jesuita se daba tiempo para contemplar esta imponente obra en donde la luz atraviesa en angularidades sugerentes que interseccionan y complementan inquietantes zonas oscuras que envuelven y a la vez diferencian a los personajes.
La atracción del pontífice por el cuadro podría sorprender, ya que “gran parte de la popularidad de Caravaggio se debe a su reputación de chico malo” -mató a un proxeneta en 1606- “agravada por el homoerotismo de sus escenas mitológicas y religiosas”.
En el artículo “Penetrando las sombras del cuadro favorito del Papa” en The New York Times del 25 de abril, el crítico de arte Jason Farago apunta que “Francisco vio algo más en la crudeza de Caravaggio. De hecho, para la actual Exposición Universal en Osaka, Japón, el difunto Papa eligió personalmente para el pabellón Vaticano la monumental pintura de Caravaggio de Cristo descendiendo al sepulcro”.
En La vocación de San Mateo, el personaje convocado no demuestra alegría sino rechazo. Es un publicano que lleva una cómoda vida burguesa a la que no tiene intenciones de renunciar. Y al percibir la mirada de Cristo y la mano que lo llama, se sorprende y se apura a recolectar los dineros que un joven acompañante contempla con voluptuosidad.
Sobre el mensaje plasmado en el cuadro, Farago recuerda lo que dijo el Papa poco después de asumir la Silla: “Es el gesto de Mateo lo que me impresiona”. Sugirió que el impulso instintivo hacia las monedas lo vio en sí mismo: “Se aferra a su dinero como diciendo: ‘¡No, yo no! ¡No, este dinero es mío!”.
En otras palabras, “estás cómodo, no lo buscas, pero la llamada llega de todos modos: ‘Mira, este soy yo, un pecador en quien el Señor ha puesto su mirada’ -dijo el papa-. Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaría mi elección como pontífice”.
Esta inclinación por las alegorías es un rasgo fascinante y creo que poco apreciado del pontífice que desde ayer reposa bajo una lápida sellada con una sola palabra: “Francisco”. En la entrevista que dio a la revista jesuita América el 30 de septiembre de 2013, hay una extraordinaria que recuerda la precisión y luminosidad con que los filósofos sociales de la generación de Walter Lippmann, formada a la vera de Santayana, examinaron los fenómenos sociales: la Iglesia “como un hospital de campaña”. Dijo el Papa:
“Veo claramente que lo que más necesita la Iglesia hoy es la capacidad de sanar las heridas y reconfortar los corazones de los fieles; necesita cercanía, proximidad. Veo la Iglesia como un hospital de campaña después de una batalla. ¡Es inútil preguntarle a un herido grave si tiene el colesterol alto y cuál es su nivel de azúcar! Hay que sanar sus heridas. Luego podemos hablar de todo lo demás. Sanar las heridas, sanar las heridas … Y hay que empezar desde cero. La Iglesia a veces se ha encerrado en cosas pequeñas, en reglas estrechas […]”.
Esta interpretación de la obra de un “anti-Miguel Ángel”, como lo llamó un contemporáneo, que “rebajó la Sagrada Familia al pantano romano, sacó a sus modelos de las calles: pintó prostitutas, de ambos sexos, como santas o diosas”, nos recuerda que con frecuencia pasamos por alto la función comunicadora del arte. Cierto que las categorías estéticas hablan con un lenguaje propio al espectador, pero una escultura o una pintura también pueden contener un mensaje social o una declaración política. El Guernica de Picasso es un ejemplo clásico. Veamos algunos ejemplos:
La matanza de los inocentes de Pieter Brueghel El Viejo (1565). El relato bíblico del infanticidio de Herodes ha sido un tema recurrente entre los pintores de la antigüedad y modernos. Brueghel describe un episodio de la ocupación de los Países Bajos para reprimir la herejía calvinista y anabaptista, cuando la tropa española y un escuadrón de valones, al mando del Duque de Alba, masacran a los habitantes de un pueblo flamenco.
El cuadro adquiere carácter de una declaración. Reseña un hecho, pero es a la vez una denuncia. Su exhibición provocó tales reacciones en los auditorios, que hubo de ser retocado para reemplazar con animales domésticos los dibujos de los niños que eran pasados a cuchillo por las tropas invasoras. Esto es el equivalente a la moderna eliminación de escenas en una película.
La ejecución de Maximiliano de Edouard Manet (1867). El artista pintó tres versiones, todas censuradas en Francia por razones políticas y una de ellas seccionada y recuperada entre 1890 y 1912 por Edgar Degas. Hoy se exhibe en fragmentos en la Galería Nacional de Londres.
Un mexicano educado en la historia de ángeles y demonios que se imparte en nuestras aulas puede experimentar sentimientos encontrados frente al cuadro, dependiendo si considere a Maximiliano salvador o anticristo. ¿Pero Manet? Por sus convicciones republicanas no era simpatizante de Napoleón III. Si examinamos la composición del cuadro, y recordamos las circunstancias de la época, la conclusión es que nos encontramos no ante una obra de arte, sino frente a una pieza de propaganda política.
El peso del cuadro está en el pelotón de fusilamiento, no en los fusilados: los militares visten uniformes franceses. El artista nos dice que fueron Francia y Napoleón, no México y Juárez, los responsables de la muerte de Maximiliano y sus generales. ¿Que se derramó sangre real? No es cosa que concierna al Imperio, y así nos lo dice el despreocupado jefe del pelotón que ajusta su fusil para el tiro de gracia.
El mensaje del conjunto es una acerba crítica a Napoleón III. Así se entendió en su momento y ni una de las tres versiones pudo ser exhibida en Francia.
La ejecución de Lady Jane Grey de Paul Delaroche (1834). Cuando se presentó en París, arrancó exclamaciones de dolor en la concurrencia y uno que otro desmayo de damas sensibles.
Jane Gray era nieta de Enrique VII y fue proclamada Reina de Inglaterra en 1553 a la edad de 17 años, pero sólo ocupó el trono durante nueve días. Los seguidores de María Tudor la depusieron, fue encerrada en la Torre de Londres y decapitada el 12 de febrero de 1554. He aquí todos los elementos de una tragedia romántica o un drama de telenovela.
En el cuadro de Delaroche, la joven se dispone a colocar el cuello sobre el bloque de madera, gentilmente auxiliada por el Guardián de la Torre, frente a un verdugo de semblante grave y decidido. Jane Grey viste un fondo de satén blanco y lleva vendados los ojos. Es la imagen misma de la fragilidad, la inocencia y el desamparo. A un lado una dama de compañía se ha desmayado, mientras que otra llora con el rostro contra la piedra, incapaz de atestiguar la escena.
Sólo que, a la manera de los productores actuales de telenovelas, Delaroche conocía a su público y se permitió algunas licencias para exprimir al máximo su sentimentalismo. En la realidad, Jane Grey fue decapitada en los jardines de la Torre de Londres, no en su celda. No le vendaron los ojos y vestía un ajuar completo. Y el pelo, que en la pintura es una cascada dorada, lo habría llevado en un chongo. Puesto que se trató de un acto político que involucraba nada menos que la sucesión al Trono del Imperio Británico fue atestiguado por un numeroso grupo. Así, de un hecho histórico documentado, el pintor construye un drama para mover a las masas. ¿Suena conocido?
Alegoría con Venus y Cupido de Agnolo di Cosimo di Mariano Tori, llamado El Bronzino (1545), es una de las pinturas más conocidas y apreciadas del manierismo, el estilo artístico de transición del renacimiento al barroco. Para el espectador moderno el primer impacto es el de una exquisita mezcla de texturas, colores y formas que se resuelve en un conjunto de fuerza y equilibrio: una Venus nívea recibe de Cupido un beso en el centro de un conjunto de personajes de posturas artificiosas y expresiones contrastantes.
Pero en su momento fue en realidad un famoso cuadro erótico en la corte florentina de los Medici y en los salones de Francisco I de Francia.
Domina el cuadro la figura de Venus, quien besa a Cupido, su hijo, al tiempo que con la mano derecha le sustrae una de sus flechas y en la izquierda sostiene la Manzana Dorada, regalo del pastor Paris. El niño que se acerca por la derecha es Frivolidad, quien además de estar a punto de arrojar sobre la pareja las rosas del placer, lleva en el tobillo los cascabeles del bufón de la Corte. A sus espaldas vemos el rostro de una bella joven que ofrece un trozo de colmena, símbolo del placer … pero sus manos están invertidas y su cuerpo es el de un monstruo cuya garra está entre las piernas de Frivolidad, mientras que con la otra mano sostiene el aguijón en el que culmina su cola escamosa.
Las audiencias del siglo XVI entendieron -y sin duda se regocijaron- con la trama: Venus se involucra en una relación incestuosa con su hijo, Cupido, quien cínicamente pisotea los votos de fidelidad marital de su madre, representados por la paloma en la parte inferior izquierda. Frivolidad ciega a la pareja a las consecuencias de su conducta, que además del engaño puede traer enfermedades, lo cual sería un amargo aguijoneo a su placer, posibilidad que también se les oculta. Sólo Tiempo podrá revelar la verdad de los hechos y frena la intención de Olvido para ocultarlos.
Las grandes obras de arte de la antigüedad son, o pueden ser, espacios de mensajes que nos ayudan a entender la visión del mundo que tenían nuestros ancestros. Pero se requiere de un ojo agudo y una mente despejada para comprender su significado.