Raúl López Gómez/Cosmovisión
La Revolución Francesa cimbró a los gobiernos monárquicos de Europa porque fue la muestra de que el proceso de construcción capitalista era más fuerte que los linajes reales. Y el reclamo de un pueblo que demandaba mejores condiciones de vida resultó más aplastante que la creencia del mandato divino que daba poder a los reyes sobre sus súbditos.
El hecho simple era que los Estados nacionales resultaban más acordes con las tendencias económicas del progreso capitalista y pronto cundió el ejemplo.
A pesar de lo que afirman muchos libros de historia, no fue ese el fin del absolutismo, ni en sentido literal ni en el figurado, porque pasado algún tiempo la humanidad pudo comprobar que los gobiernos representativos no eran la garantía absoluta de la “Liberté, egalité, fraternité” que fue el grito de guerra de la Revolución Francesa y hoy su lema.
La modernidad no pudo desterrar ciertas tradiciones como el culto a los linajes y la reverencia a la sangre azul, tanto así que hoy en día, en un mundo transformado por la globalización que nos sigue asombrando, subsisten muchos gobiernos monárquicos con distintos niveles de importancia en el ejercicio del poder.
Hay poco más de una treintena de sistemas monárquicos en el mundo. Los absolutos se ubican en Asia y África, mientras que en Europa se trata de monarquías constitucionales o parlamentarias donde el poder de la realeza está disminuido o resulta irrelevante en las decisiones políticas medulares.
Además de alimentar profusamente a las revistas del corazón, de sociales y de la moda que se encargan de deslumbrar a sus lectores con las exquisiteces, frivolidades y derroche de la nobleza, esta clase que todavía forma parte importante de la clase política está siendo severamente cuestionada porque una vez superado el modelo hacendario del viejo régimen, y ante la crisis económica que asedia al mundo en general y a los países europeos en particular, se debate sobre la pertinencia de echar carretadas de dinero a familias que no tienen funciones efectivas de poder.
El caso de España fue detonador en este sentido. Con un monarca que gozó de respeto y reconocimiento por su importancia en la transición democrática pero con un estilo de vida que dejó ver debilidades imperdonables a los ojos de sus gobernados y con escándalos de corrupción, el Estado se vio en la necesidad de un proceso de transparencia que comenzó por hacer público cuánto cuesta a los españoles sostener a la familia real, en un afán de recuperar un poco del respaldo popular para una monarquía en cuyo seno algunos integrantes se vieron envueltos en sonados escándalos financieros.
Los cuestionamientos a las familias reales no son, por supuesto sólo económicos. En Bélgica la postura crítica hacia la realeza ha crecido a la par del fortalecimiento del nacionalismo independentista que considera la reestructuración nacional con base en la autonomía de las comunidades como una cuenta pendiente.
Otros señalamientos provienen de que la realeza ya no es tan “real”, pues a diferencia de lo que ocurría antes de la era capitalista, los matrimonios ya no se acuerdan para afianzar alianzas políticas o militares entre las casas reales.
Hoy en día es alarmante que miembros de la nobleza hayan llegado a los altares por amor, o hayan elegido plebeyas o plebeyos para formar matrimonios.
Esta es la mayor prueba de la decadencia de un mundo en donde las proclamas de igualdad entre los seres humanos están muy bien y son políticamente correctas… hasta que se llega al territorio de los linajes.
Todavía se recuerdan las críticas por el supuesto gesto de lesa majestad de un presidente mexicano que tomó del brazo a Su Alteza Serenísima heredera del Trono de San Jorge. Y las mismas personas decentes se horrorizaron cuando la primera dama de Estados Unidos abrazó el mismo real talle.
Ha tenido que transcurrir siglo y medio desde que los sistemas monárquicos comenzaron a ser derribados para que se ponga a debate la pertinencia de esta forma de gobierno.
Al igual que entonces se ha cuestionado el punto más débil: el dinero. Las monarquías menos asediadas son las que tienen, por ejemplo, un papel activo para promover el comercio de sus países, pero no ocurre en todos los casos.
El ciudadano medio de los reinos comienza a incomodarse con una clase que no sabe bien a bien qué beneficios reporta en un contexto de crisis.
Se sabe que la realeza británica cuesta al erario más de 76 millones de libras, más de dos mil millones de pesos, mientras que la familia real española, más modesta cual corresponde a un pueblo católico y recatado, recibirá cerca de ocho millones de euros, unos 200 millones de pesos.
Habría que decir que muchos Estados llamados democráticos tienen diferencias superiores y escandalosas entre las percepciones de sus gobernantes y el ingreso medio de sus ciudadanos, aunque, al menos en el plano formal, ese debate puede dirimirse en las urnas.
O sea, que ni la sangre real se ha librado de los embates de la modernización, así sea moderada.
Qué tiempos aquellos los de la disputa entre Eduardo III y Felipe de Valois por unos territorios franceses. Han pasado más de 700 años, pero todavía hoy las casas reales suspiran por la validez del lance.
Como Felipe insistiera en que los territorios eran suyos, Eduardo le exigió someterse a la verificación suprema de su autenticidad como soberano galo: encerrarse en una jaula con leones hambrientos.
Esto hoy nos parece una gansada, pero en aquella era de los reyes taumaturgos, era un artículo de fe que ningún león devoraría, ni rasguñaría siquiera, a un auténtico monarca.
Parece que Felipe, con toda la majestad que por designio divino cargaba a cuestas, no aceptó someterse a tan pedestre verificación.
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