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RÍO BLANCO, Ver., 5 de septiembre de 2016.- Son José, María y Jesús, peregrinos, y a la vez cualquiera de la interminable lista de nombres que concentra media docena de países centroamericanos, millones de pobres, de miserables. Nuestros personajes son todos y ninguno de ellos, pues en este viaje –encima de un tren apodado La Bestia– han perdido sus únicos bienes: dignidad e identidad.
Llevados por el azar huyen de las carencias, de gobiernos corruptos, de grupos criminales… de la muerte, y luchan día con día por mantenerse vivos. Dicen que los guía Dios, pero más que deidad es un concepto que resume su esperanza, deseo y sueño de una vida mejor en cualquier parte de Estados Unidos.
José no ha completado la mitad del trayecto hasta la frontera norte de México, que emprendió en La Ceiba, costa norte de Honduras, dos semanas atrás. Conoce la ruta, pero se retrasó más de cinco días porque en Chiapas, cerca de un pueblo llamado Morales, el ferrocarril descarriló y resultó herido.
“Hubo alrededor de 18 muertos, pero ni una noticia en la prensa”. Cuenta que ahí permanecieron varados, hasta que el grupo decidió caminar siguiendo la vía del tren hacia Teapa, entrando por Palenque, lo que implicó dos días y sus noches.
Está en Río Blanco, Veracruz, cerca de Orizaba, donde espera subir nuevamente a La Bestia, rumbo a Lechería, Estado de México. “Uno lo deja atrás todo… –dice con voz quebrada, y luego llora–. Es doloroso salir de tu país, dejar a la familia y saber que uno viene arriesgando la vida. Peor si dejas hijos, a tu madre…”.
Los migrantes descansan en una pequeña caseta abandonada, frente al patio de maniobras de la empresa privada Ferromex. Bajan del tren en Orizaba, se internan en la colonia Modelo, del vecino municipio de Río Blanco, y andan a pie unas veinte cuadras. Aquí huele a rancio, a desechos humanos, a cárcel.
María salió de su país, también Honduras, por primera vez. Era ama de casa, pero al separarse del marido debió hacerse cargo de sus hijos. Dos niñas, de 12 y cuatro años, y un varón, de seis. A sus 32 años ya no encuentra trabajo: “Estudié, soy graduada en Administración de Empresas y mira dónde ando”.
Los espacios laborales son para los jóvenes y ella, además, carece de experiencia. La situación le obligó a dejar a los niños con su abuela y buscar un país donde la vida sea más fácil, pueda obtener empleo y ganar dinero. Cree que en Estados Unidos “no andan viendo tu edad, tu tamaño, tu color ni nada de eso”.
Comienza a anochecer y cae un chipi chipi constante y tedioso, hace frío. Jesús compró en una vendimia de segundas un pantalón de mezclilla que le viene grande. Se hace notar de entre el grupo –unas 15 ó 20 personas–, porque pone la prenda sobre la vía para que un tren, a su paso, corte los sobrantes. Y aunque el resultado no es óptimo, funciona.
Viene desde Sonsonate, la zona costera occidental de El Salvador, “un país realmente violento donde las muertes no cesan, producto de las pandillas, narcotráfico y todo eso. Ahora hasta el Gobierno está muy involucrado en el crimen organizado y ya no se puede vivir (…) Si me van a matar por nada, prefiero que me pase acá, intentando hacer algo”.
Considera que todo Centroamérica, pero especialmente Guatemala, Honduras, El Salvador y hasta Nicaragua no reúnen las condiciones mínimas para subsistir: “En mi país uno estudia su Bachillerato y el salario mínimo es de 240 dólares mensuales, que no alcanzan ni para pagar la renta. Es peor en la zona agrícola, en el campo, donde se gana la mitad”.
Próximo a cumplir 33 años, busca una nueva oportunidad. Ha trabajado desde que era un niño, dos décadas atrás, ganando sólo para comer. Dejó allá a su compañera de vida y a un hijo, quien le pedía que se quedara. “Es mi motivación para venir y un día poder traérmelo, que tenga condiciones de vida diferentes”.
Bienvenido a México
José ha estado dos veces en Indianápolis, donde existe una comunidad hondureña de mediana importancia, pero lo han deportado. Ha intentado regresar en varias ocasiones, siempre por esta ruta. “Es más complicado ahora, porque te bajan del tren, te asaltan los maras, los zetas, y hay que pagar impuesto de guerra para entrar a tal ciudad… es la única forma de ir tranquilo”.
“(…) Venimos aguantando hambre, sed, sol y lluvia, pues. Nadie se acerca a ayudarnos”. Cuenta que sufrieron un asalto en Madero, donde les quitaron todo. Delante de Palenque, Chiapas, elementos de Migración los corretearon. “Una compañera del grupo –se refiere a María– se atrasó y no la volvimos a ver hasta que llegamos a Coatzacoalcos. Supimos entonces que la violaron”.
Es bajita y con sobrepeso, lo que le impidió treparse al tren, aun cuando sus compañeros quisieron ayudarle. Para ella el viaje ha sido más duro. Ese día se había golpeado una pierna y se le dificultaba caminar. Un hombre que conducía una motocicleta le ofreció ayuda, pero en lugar de acercarla a la estación la llevó a un rancho, donde la retuvo en contra de su voluntad cerca de doce horas.
“Yo era una mujer indefensa y él, un hombre fuerte”, dice. Finalmente, durante la madrugada la dejó en el poblado de La Unión, donde una señora se compadeció de ella, le dio de comer y le permitió dormir en su casa un par de días: “Nunca imaginé que esto me iba a pasar. Sólo quien lo ha vivido sabe de qué hablo. Por gracia de Dios estoy salva. Todavía me dijo que así iban a tratar a todas las que pasaran por ahí”.
Para Jesús es su cuarto y último intento. En 2010 lo agarraron en la Ciudad de México, y a finales de ese año logró llegar a Reynosa, Tamaulipas, donde la Policía Estatal lo entregó a un grupo que lo mantuvo 17 días en una “Bodega” o casa de seguridad que el Ejército “reventó”.
Entonces, un hondureño pagó 400 dólares a un pollero para que los cruzara y los dejó en Mc Allen, Texas, desde donde caminó siete días y sus noches por el freeway 287. Había pasado el “check point” de Corpus Christi, cuando se sintió tan mal que decidió entregarse a La Migra. Lo devolvieron a su país tras 49 días en el Centro de Detención para Inmigrantes de San Antonio.
El año pasado lo intentó de nuevo, pero en Monterrey, Nuevo León, la Policía lo atrapó y pidió regresar a El Salvador, pues no tenía los mil 300 dólares que le pidieron para dejarlo seguir su camino.
De hablar fluido, su voz es delgada y se corresponde con su complexión de niño. Blanco y delgado, sus ojos claros, nerviosos, no se detienen en un punto fijo. No sabe qué día es, porque a estas alturas perdió la noción del tiempo. Lo único que le importa es avanzar, paso a paso: “En este camino no puede uno ir corriendo, porque rápido te caes”.
Cada quien su sueño
En el pueblo de uno –continúa José– las autoridades no hacen nada. “Buscan la manera de quitarnos lo poquito que tenemos para repartírselo entre ellos y los activistas de su partido. A los demás, que se los lleve quien los trajo”.
Allá era taxista, una actividad difícil porque se sufren asaltos y a veces se pierde la vida por el “impuesto de guerra” que cobra La Mara: “Si no lo pagas, te matan”. Él debía entregarles 300 lempiras (unos 250 pesos mexicanos) cada lunes, y en las extorsiones también están involucrados la Policía y parte del Gobierno.
“Para sobrevivir durante el viaje hay que charolear. Ahí un diecito, veinte, y cuando uno menos cuenta ya hizo 200 pesos y compras frijolitos, agua y sigues adelante”. Cuando llegue a la frontera verá cómo atraviesa el río Bravo. Buscará pasar por Nuevo Laredo, Reynosa o Matamoros, Tamaulipas.
Una vez que entre, la meta es llegar a San Antonio, Texas. Ahí, buscar dónde bañarse, cambiarse y en su caso hablarle a algún familiar o amigo que venga a recogerlo, porque hasta Indianápolis son 37 horas. A veces, un sacerdote o la comunidad de la iglesia le ayudan.
María no sabe a dónde va. Piensa en lo que ha vivido en estos días, lo ha meditado bastante y tiene plena fe en que pasará, pero no lo volvería a hacer, porque es muy arriesgado: “Tengo en la mente que voy a trabajar y posiblemente esto me sirva en la vida como una experiencia, para no confiar en quien no conozcas.
“Ojalá aquí en México pusieran más seguridad para la mujer. Hay quienes vienen con hijos, embarazadas, y a veces las matan. No tienen misericordia. Nos deberían ceder el paso un poco más, porque al que se sacrifica de verdad, de corazón, es al que más corretean”.
A Jesús lo esperan sus primos en Nueva York. “Soy de un lugar muy humilde, del campo, y mi familia y amigos están unidos en oración, pidiendo por mí. Faltan como doce horas para llegar al Distrito Federal, que es la mitad del camino. De ahí para adelante hay que cuidarse mucho de los grupos del crimen organizado. Espero muy pronto cruzar la frontera y llegar a mi destino”.
Explica que la mayoría de los migrantes no vienen a dañar a alguien: “Vamos de paso y esperamos que las autoridades, algún día, puedan hacer algo para detener esta violencia que se vive en México. Creo que el Gobierno está muy consciente de esto y también muy involucrado, porque lucran con nosotros. Somos mercancía. Nos llaman cajitas, nos llaman pollos… Nuestros derechos no valen”.
A pesar de todo, José piensa que todo hondureño que pueda venir y tenga la facilidad debería hacerlo, porque allá nada hay para los pobres. Cree que Estados Unidos es real: “Lo digo porque ya estuve ahí y sí es la solución a una vida. Uno gana poco, pero si giras tu dinerito para tu raza, estarán tranquilos y viviendo bien, sin depender de que el Gobierno les eche una mano, porque nunca lo hará”.
Cae la noche. En los límites del patio de maniobras La Bestia ruge, el maquinista acelera. A pesar de su corpulencia, José falla en el intento de subir a María al tren. Jesús y su grupo sí lo lograron. Entonces, sin más, echa a correr y se cuelga, balancea las piernas y sube por la escalera metálica hasta el techo del vagón.
María observa cómo se pierden las luces del ferrocarril. Los compañeros se llevaron sus escasas pertenencias. Tiene 20 pesos mexicanos en la bolsa y la urgencia de llegar al municipio vecino de Camerino Z. Mendoza, donde le han dicho que el tren se detendrá durante unos minutos. También podría ofrecer una “propina” a un guardia de seguridad, para que la deje entrar al patio y pueda irse en el próximo.
A la mañana siguiente la caseta luce vacía, pero con el sol del mediodía empiezan a refugiarse en ella otros migrantes. Un grupo grande, como de 50 personas. Hay más mujeres y hasta niños, muchos de ellos de raza negra. María no está.