Justicia punitiva
La violencia sin fin en México
Las imágenes de violencia sin fin, desgraciadamente, nos persiguen desde hace ya casi a veinte años. La furia criminal no cesa en el país y la zozobra tampoco. Los casi 50 mil homicidios ocurridos en 18 meses –lo que va de la administración de Andrés Manuel López Obrador- permiten dar una idea del horror que hay detrás de esa cifra, recuento al que se sumará el escalofriante asesinato en Irapuato, Guanajuato, de 26 jóvenes a manos de un grupo armado que viajó, llegó y huyó sin problema del sitio de la masacre, ubicado en una bodega habilitada clandestinamente como centro de rehabilitación contra las drogas.
En la memoria social no se olvidan tampoco los más de 270 mil homicidios dolosos cometidos en los dos sexenios anteriores, 156 mil 437 en el de Enrique Peña Nieto y 121 mil 600 en el de Felipe Calderón, muestra indudable de la violencia que se vive en el país desde tiempo atrás y que tiene su mayor expresión en la crudeza con la cual en la actualidad el crimen organizado opera libremente y controla zonas estratégicas en algunos estados y municipios.
A pesar de esta realidad que nos acompaña desde hace dos décadas, las respuestas y argumentos de las autoridades en el pasado y en el momento actual son las mismas: la violencia se debe a conflictos entre grupos del crimen organizado, el fracaso es por infiltración a policías estatales y municipales, son delitos de competencia federal, falta presupuesto, corrupción en todos los niveles, en el pasado no se hizo lo necesario y así podemos enumerar más y más justificaciones, pero lo cierto es que se cumple la máxima de que los fracasos no tienen dueño.
Uno de los argumentos preferidos en todos estos años es tener a un villano favorito y señalarlo como los promotores de la violencia. Primero, fueron Los Arellano Félix, luego los cárteles sinaloenses, posteriormente Los Zetas, siguieron La Familia Michoacana y los Caballeros Templarios y ahora es el CJNG al que se considera el grupo criminal con mayor expansión y capacidad de fuerza. Lo que se puede afirmar es que ninguno de estos grupos ha dejado de operar, reconfigurarse y adaptarse con facilidad a cada escenario o cambio.
En todos estos años se invirtió en compra de equipo, capacitación y depuración de cuerpos policiacos. Se pretendió acabar con las organizaciones capturando a sus cabecillas, pero todos los resultados de las autoridades fueron anulados inmediatamente por los grupos delincuenciales y eso está a la vista con la crisis de inseguridad y violencia actual.
Pero sin lugar a dudas la principal estrategia en los últimos 20 años fue incluir a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, que llegaría al gobierno de López Obrador al máximo al integrar mayormente la Guardia Nacional con militares y, ahora, por decreto integrar a soldados y marinos de lleno a esta tarea. Sin embargo, la realidad es una: en materia de seguridad no se ha implementado una estrategia clara para inhibir, contener o disminuir las capacidades de grupos criminales en el país.
Todo ello se traduce en la acumulación de muertes y de la zozobra social. Solo en estas últimas dos semanas y en plena pandemia, las cifras de homicidios siguen al alta y la última cifra oficial sitúa en más de 15 mil los casos de asesinatos, a la par de enfrentamientos entre grupos criminales. Estos números muestra inevitablemente un fracaso rotundo en la estrategia de seguridad que, a dos años, no ha podido desarrollar un proyecto claro de los “cómo, cuándo, y dónde” se llevarán a cabo los modelos de control, debilitamiento y contención criminal. Nada en el horizonte.
Quedan en el aire las preguntas ¿Qué no hemos aprendido nada? ¿Por qué no somos capaces de reestructurar instituciones, capacidades y fuerza de trabajo? ¿Por qué tanta debilidad en los liderazgos de las autoridades que no han logrado consolidar un proyecto viable y certero? Hoy el crimen tiene fuerza, poder y capacidades, y pareciera ser que el Estado y sus instituciones son incapaces de seguirle el paso.