Raymundo Jiménez/Al pie de la letra
Sería injusto y desproporcionado asignar al presidente López Obrador el curso del país hacia la militarización. La determinación de constitucionalizar su actuación en la vida pública es la culminación de un largo proceso a partir del fracaso de los civiles no sólo en la seguridad pública, sino en la percepción general de lo que sí funciona en el Estado. Es preocupante que se acentúe el rechazo o reserva a las instituciones de la democracia como los partidos y los legisladores. Por su parte los militares y las universidades conservan confianza y aprecio popular. No deben sorprender las cifras de la encuesta Latinobarómetro respecto al deterioro de la democracia en México y la inclinación por un gobierno autoritario.
El país está necesitado de resultados y eso lo hace propenso a la falsa esperanza. Muchas de las fallas como la corrupción, la frivolidad y la exclusión crecieron en el régimen democrático. López Obrador las asoció al régimen neoliberal con la consecuencia de que lo más preciado fue visto como negativo: libertades, el debate público, el escrutinio social al gobernante, la competencia electoral, la alternancia, la legalidad y la contención institucional al poder. El imaginario popular no alcanza a diferenciar lo positivo de lo pernicioso que existe en la política, de allí que la pulsión destructiva del régimen tenga aceptación o al menos indiferencia de amplios sectores de la población.
A diferencia de muchas partes de la región latinoamericana, la clase militar nuestra no tiene origen aristocrático. La revolución mexicana dio lugar a oficiales militares ajenos a la formación convencional. Tomaron las armas peluqueros, maestros, comerciantes, agricultores y uno que otro bandolero. La paz social significó que muchos de ellos regresaran a sus actividades y algunos se hicieran de grandes propiedades rurales, pero nunca llegaron a cobrar relieve económico.
Mérito de los militares haber desmilitarizado la política y el gobierno. Desgracia para el país que los civiles los regresen a un papel protagónico en la seguridad pública y con López Obrador a actividades ajenas a su origen, vocación y objetivo. Una vergüenza el nivel de la argumentación oficialista para militarizar, raya en el ridículo por su candidez e ignorancia.
La militarización lleva de por medio una implícita confesión de culpa: los civiles son corruptos, incompetentes y traidores.
Los militares no. Esta afirmación es falsa y descalifica los logros alcanzado en el desarrollo del país con gobiernos civiles con funcionarios civiles. El ejército se ha profesionalizado y cumple a plenitud su perfil en defensa de la seguridad nacional, no el de la seguridad pública. Los militares no pueden ser buenos policías, para ello tienen que dejar de ser militares, casos de España, Italia, Israel, Colombia y otros. Los policías deben actuar con relativa transparencia y deben estar sujetos al escrutinio de la sociedad y a la rendición de cuentas, además sujetos al fuero civil para sancionar sus faltas o delitos. Recuérdese la indignación del secretario Sandoval por el llamado de los legisladores a informar. Los militares no transparentan y repelen el fuero judicial civil. Su adiestramiento es el exterminio del enemigo y su obediencia única al presidente; las policías realizan la protección de la población civil, y actúan en la investigación de los delitos, tarea esencialmente civil, de allí que el Ministerio Público cuente con el monopolio de la acción penal y, consecuentemente, de la investigación delictiva.
El sentido común y el consenso de las organizaciones civiles y las de la comunidad internacional rechazan que los militares actúen en funciones de seguridad pública. Su perfil no da para eso y si en estos seis años no se han presentado casos recurrentes de violación de derechos humanos ha sido porque el presidente López Obrador les ha ordenado mantener una postura pasiva en las tareas de seguridad pública, ocasionando que el crimen se extienda y amplíe su presencia en los gobiernos, la política y en los negocios, más ante una clase política corrupta, hipócrita, complaciente y voraz.
Las decisiones fundamentales son errores de magnitudes históricas. Así fue la reforma judicial que acaba con lo mejor que se ha hecho en materia de justicia y de constitucionalidad y ahora es la militarización de la vida pública. La generación gobernante no le da para contenerlo y sigue ciegamente las determinaciones de un presidente abonado en sus mitos y fantasiosas fijaciones. Sus iniciativas han lastimado profundamente al cuerpo nacional; malamente, acompañado por tantos.