La despolitización del pueblo y sus nefastas consecuencias
Es peor, es la costumbre.
No hay opción. La conciencia del siglo XXI deberá tener como componente vital la preocupación por el medio ambiente. Entre los grandes retos de la humanidad como la atención a la pobreza y el acceso a los alimentos para todos o la realización universal de los derechos humanos, el cuidado del medio ambiente, la casa común, los ecosistemas en los que vive el ser humano, el de la salud del planeta es uno de los de capital importancia.
La cosmogonía complaciente con la destrucción de la naturaleza que las sociedades modernas han adoptado, convencidas de que el confort inmediato de un estilo de vida anti ecológico es la única manera de estar y vivir en el mundo, alienta día con día la destrucción de las condiciones para que la vida humana pueda continuar. La ceguera ambiental, de la cual son participes una gran parte de los gobiernos del mundo que se han entregado a los intereses económicos de los poderosos consorcios que han colocado a los hábitats como medio para amasar fortunas, es la gran autopista por donde inercialmente camina el mundo moderno al colapso civilizatorio.
Acuerdos y convenciones internacionales van y vienen con el alto propósito de parar esta locura, sin embargo, no logran mover ni doblegar las fortalezas de la visión y práctica de la producción y consumo ecocida. La pérdida de ecosistemas, de extensiones inmensas de bosques y selvas, de contaminación de aguas y tierras por químicos de toda naturaleza, avanza con letal velocidad. Hace mucho tiempo que nuestra concepción de progreso nos demostró su fatal equívoco y sin embargo aún los gobiernos del mundo en su mayoría, incluidos los nuestros, siguen adoptando sus valores para auspiciar el crecimiento económico. Les contenta presentar cifras para la inmediatez, el trienio, el sexenio, pero casi ninguno incluye en sus cálculos las tendencias, perfectamente cuantificables, de lo que la humanidad tendrá que pagar, por ejemplo, en 20 años.
La ideología de la destrucción ambiental se continua alentando desde la omisión de los gobiernos del mundo. A pesar de que los representantes han plasmado sus firmas en acuerdos que representan las exigencias de los sectores más lúcidos de la civilización contemporánea no han dispuesto de la voluntad para echar a andar políticas que frenen y reviertan el daño que se le está haciendo al planeta que es el medio en el cual es viable la vida humana y desde luego de todas las especies.
La ideología de la destrucción ambiental es un opio que entumece e idiotiza la conciencia y la voluntad humana. Esta ideología asume que la vida en el planeta, en todas sus expresiones, es infinita, que el oxigeno está ahí para que los pulmones se llenen de él sin más, que el agua está ahí disponible al abrir un grifo, que la temperatura que requiere el planeta para su equilibrio es inalterable, que la fauna y la flora sólo importan en función de lo que dicte el egoísmo y la ambición humana, que la tierra sólo se debe valorar por la renta que pueda generar, por su fertilidad y sus minerales.
Muy pocos gobiernos del mundo parecen dispuestos a quebrar esta ideología. Los que lo hacen apenas están dando pasos tímidamente. La mayoría viven una orgía ecocida que ha logrado su crecimiento y riqueza sobre los restos carbonizados, áridos, purulentos y abióticos de lo que en tiempos previos constituía sus recursos naturales. Han generado riqueza financiera pero han propiciado más pobreza entre la población que antaño vivía en esas áreas y han hecho más raquítica la calidad de vida de sus habitantes.
Para algunas naciones, como la nuestra, la aprobación de leyes en pro del medio ambiente sólo tiene un mérito, el tener tales leyes aprobadas, leyes de escritorio. Sin embargo, no por muchas y buenas leyes ambientales el medio ambiente está realmente protegido o se han remediado los problemas que sirvieron de referencia. Vivimos la más infame de las paradojas, tenemos leyes e instituciones para cuidar el medio ambiente pero la destrucción continua casi como cuando no las había.
No se ha contenido el cambio de uso de suelo, no se ha prohibido el uso de agroquímicos nocivos y que arrasan con polinizadores, no se ha contenido la destrucción de zonas de recarga hídrica ni la proliferación ilegal de hoyas descomunales y pozos para extraer agua, no se ha remediado la erosión que transita a paso veloz, no se ha impulsado con firmeza irreversible la sustentabilidad como principio para los desarrollos agrícolas, ganaderos y urbanos, no se ha detenido el avance de tecnologías dañinas para el medio ambiente.
La formación de la conciencia ambiental en México está demasiado retrasada de frente a la degradación ambiental que ya tenemos. Las políticas públicas que deberían ser consistentes políticas de Estado -que deben trascender por décadas- se han convertido en la agenda de relleno de los actuales gobiernos con alcances magros y limitados para un sexenio. Es decir, caminamos ciegos pero felices, con la naturaleza subordinada a nuestro glamur, creyendo que ostentamos la mejor cosmovisión que haya tenido la humanidad.
En el día internacional de la madre tierra los gobiernos del mundo, de manera singular el nuestro, deben pronunciar menos discursos y hacer más acciones en su favor. Se pierde demasiado tiempo en discursos cuando de lo que se trata es de actuar. Sobre todo, debe trabajarse arduamente en la formación de una conciencia ambiental, y es que nuestro peor problema es que la destrucción medio ambiental se ha convertido en una rutina social sin culpa, se ha convertido en costumbre de gobernantes y gobernados.