Felipe de J. Monroy/ Jubileo 2025: Llevar esperanza a donde se ha perdido
Voceros de sí mismos
Resulta asfixiante una sociedad donde se multiplican los predicadores de moral ajena. Son sencillos de reconocer: Todos tienen su impoluta fe y señalan sin titubear a quienes consideran un demonio. A sus personales y obsesivos intereses les dicen ‘bien común’, a sus miedos les nombran como ‘inminentes desastres’ y a todo lo que ignoran lo catalogan de ‘prescindible’.
En estos días vivimos una de las pruebas más complejas para la sociedad contemporánea; y quizá esta situación nos coloca en una condición de extrema vulnerabilidad en la que nos resulta fácil secundar discursos de ignorancia, miedo u odio. Los escuchamos todo el tiempo, no importa el bando al que digan pertenecer; todos, en el fondo, comparten el mismo objetivo: exigir a los demás compromisos que en sí mismos no están dispuestos a asumir. No pongo ejemplos porque sé que quién lee esto tiene en mente a sus imputados favoritos.
Sin embargo, el problema no reside tanto en la persona como en las ideas. Cuando cunden los predicadores de moral ajena se desbarrancan los valores. “Hacer discursos moralizadores para pedir a los demás que hagan el bien no tiene nada de acción moral, incluso es lo contrario. El hecho de dirigir la exigencia moral a otro en lugar de a uno mismo anula inmediatamente su valor moral”, apunta Todorov.
El remedio para las personas afectadas por el espejismo de la predicación está en la frase de Emmanuel Kant: “He de exigirme una sola cosa, mi propia perfección y la felicidad de los demás”; pero ¿qué sucede con las ideas a las que los predicadores han contaminado? ¿Conservan su valor en sí mismas o requieren de un vehículo para recuperarlo?
La solidaridad, la responsabilidad, la pluralidad, la libertad, la justicia social, la tolerancia, la honestidad o la participación, valores de una democracia, nada significan si sólo aderezan diatribas y argumentos; toman verdadero sentido cuando se ponen en práctica, cuando el ejemplo (esa lección que todo hombre puede comprender aún sin leerla) reivindica su valor moral. Ya lo decía el emperador Marco Aurelio: “No es útil seguir discutiendo sobre el tema de qué debe ser un hombre de bien, sino serlo y ya”.
Dicho así parece sencillo; no obstante, esa idea es justo el alimento de los que superan la figura de meros predicadores y se enfundan en una categoría de ser moral superior: viven lo que predican. Su sentido moral está intacto, son consecuentes, invencibles en el terreno de sus convicciones ¿pero tendrán una concepción correcta del mundo en el que viven o serán simplemente voceros de sí mismos en un mundo que no comprenden?
Nuevamente, para distinguirlos basta con revisar sus argumentos y sus acciones. Llaman ‘bien común’ sólo a lo que está sustentado en su mirada o en el beneficio de sí mismo; apremian más por sus propias inquietudes que por las preocupaciones de los demás; se alarman más por sus miedos que por los dolores de los otros y, finalmente descartan de su vista y de su interés todo lo que ignoran. Están condicionados por la ideología que mejor les sienta, tienen enemigos y adversarios a quienes llaman traidores, ignorantes o perversos. Pueden ser más o menos eficientes, pero sería imposible valorar si guardan virtud.
La única bocanada de aire fresco para esta asfixiante realidad está, para variar, en el espacio íntimo, en la familia, la comunidad inmediata, el prójimo o el vecino; ahí es donde se puede ejercer la acción moral con comodidad, sin pretensiones, pero con heroicidad indiscutible. Servir concretamente a alguien, en algo, para algo.
*Director VCNoticias
@monroyfelipe