Andi Uriel Hernández Sánchez/Contrastes
Felipe de J. Monroy*
Incluso en la cúspide de su arrogancia, el político encumbrado debe permitirse frecuentes dejos de humildad. De lo contrario, sólo recibirá su propia aprobación y la de sus cercanos colaboradores quienes, sin duda, asentirán y sonreirán con dificultad mientras libremente imaginan un puñal simbólico.
La demostración de esa simpleza humana es crucial para el político. El abajarse al humilde para compartir las ineludibles carencias junto a la pequeña felicidad monda y lironda, no sólo es un tema de comunicación e imagen, sino de construcción de base social, de partidarios y de ciudadanos que asuman con ardor apostólico la propagación del personaje político idealizado.
En la historia han quedado, marcados a fuego, varios episodios donde los políticos olvidan por un segundo que intentan ser empáticos con la ciudadanía aunque sea sólo para las cámaras, por la aprobación o para la contienda electoral; pero pocos tan terribles como el protagonizado por el secretario de Gobernación, Adán López, frente a una mujer que, manifestándose frente a la dependencia de gobierno, clamaba respuestas sobre el paradero de su hijo, desaparecido junto a otros 100 mil que registra México.
El encargado de la política interna del país, en un comprensible acto aventurero dado el apretado posicionamiento electoral presidencial hacia el 2024, salió de su oficina a encontrarse con manifestantes, algunos de los cuales eran familiares de desaparecidos. A una de ellas, le tendió la mejor respuesta que puede improvisar un político -la promesa- y después le preguntó: “¿Usted confía en mí?”. A lo que la mujer contestó que no, que ya no confía en nadie. El político se puso a la defensiva, se tomó personal el comentario y reviró: “Bueno, pues yo tampoco confío en usted”.
Nadie está obligado a creerle a nadie, es cierto. Pero el político -y con más razón en campaña- debe evitar confrontarse cuando se abaja a los dramas más profundos de la sociedad. Insisto, no sólo porque luce mal para los estándares de la imagen pública, sino porque destruye lo que con mucho o poco esfuerzo se construyó: el capital político.
Y el capital político, contra lo que opinan los herederos de la movilización masiva y otros modelos de coacción gremial, no es simple matemática electoral; es un crédito soportado en la confianza. El capital político no es mera acumulación de poder y estructuras (el famoso ‘músculo’ que se demuestra en la movilización de partidarios) sino las capacidades para construir relaciones de confianza, de buena fe e influencia para la toma de posturas o decisiones.
Un votante convencido básicamente es esa persona que se sube sobre los hombros de un político que va a hacer equilibrismo en una cuerda floja, sin red de protección, mientras sus adversarios le avientan todos los proyectiles posibles para intentar hacerlos caer en un barril de clavos que ellos también instalaron. Nadie debería quejarse, así es la política.
Es cierto que, durante décadas, la estructura política fue determinante en los resultados electorales en México; la estructura alcanzó tal dimensión y especialización en su funcionamiento que se creyó que todo capital político era equivalente a la estructura política.
Por fortuna, las dinámicas sociales contemporáneas hacen imposible aquel idilio autócrata y obligan tanto a los personajes políticos como a las instituciones partidistas a proponer narrativas donde el tejido social se sienta copartícipe de los bienes del capital político: desde la resolución de conflictos hasta la participación comunitaria hasta la defensa de valores identitarios.
La expresión ‘yo tampoco confío en usted’ cierra toda posibilidad al capital político futuro, al menos con la ciudadanía y se reduce el poder a lo que se encierra tras los muros de un palacio.
Claro, hay otra forma de acrecentar el capital político, es a través de calculados favores muchas veces soportados por la estructura y la posición de poder. Evidentemente, esos favores, siempre se pagan.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe