
Teresa Gil/Libros de ayer y hoy
Felipe de J. Monroy*
Es claro que para el mundo occidental, la Semana Santa es una pausa, un respiro de la cotidianeidad y literalmente, para muchos países –incluso en las repúblicas laicas– es una vacación obligatoria. Sin embargo, para los creyentes cristianos esta pausa guarda además un sentido muy profundo. Es, por decirlo de alguna manera, “la pausa máxima”, la que simboliza la existencia entre dos abismos: la muerte y la resurrección.
Pero, en este Año Jubilar, la Iglesia católica parece proponer otros verbos que igualmente profundizan la dimensión de la acción y obra humana entre aquellos mundos insondables: la restitución, la restauración y la reparación. Actos que no son sinónimos pero que aluden a una conciencia objetiva con el pasado y una expectativa de participación directa en la conformación de un futuro mejor.
Por ejemplo, para este 2025, la participación de la Santa Sede en la Bienal de Arquitectura de Venecia consiste en un proyecto de restauración de un viejo ex convento dedicado a Santa María Auxiliadora en la histórica ciudad de los canales. En la presentación del proyecto, un par de ideas relevantes fueron compartidas tanto por el cardenal José Tolentino de Mendonça, prefecto del dicasterio pontificio de Educación y Cultura, como por la arquitecta mexicana, Tatiana Bilbao, quien participa en el pabellón del Vaticano: la reparación del inmueble debe ser una restauración social; y que la inteligencia colectiva es tan valiosa como la inteligencia personal y la artificial, o quizá más.
El proyecto pontificio se llama “Obra abierta” y en palabras del cardenal busca reparar las heridas de los muros del edificio al mismo tiempo que “curar el vecindario”; pues para reparar el edificio público, se necesita restaurar el aporte social; pero también en su dimensión alterna: toda restauración de un espacio social de convivencia (el edificio de ‘piedras vivas’) exige un proceso de reparación comunitaria (es decir, de las heridas objetivas de la colectividad).
Según lo planteado, hay una sutil pero trascendente distinción entre reparar y restaurar. La idea de reparar tiene una connotación de que algo ya fue demasiado tarde; es decir, ya hubo un daño o un descuido que ha estropeado una condición ‘funcional’ precedente. Lejos de poder prevenir el acto nocivo o el error; el mal ya ha sido causado y es visible, ostensiblemente interpelante. La reparación busca volver a equipar bajo ciertas condiciones nuevas, la imagen de sí que el objeto o el sujeto tenía en el pasado.
Por su parte, la idea de ‘restaurar’ aunque suene semejante, tiene un simbolismo distinto. Mientras la reparación puede limitarse a corregir una avería, pulir una herida para que no sea visible o incluso “dar algo tardíamente a cambio de un daño ya causado”. La restauración parece mirar al todo integral para que vuelva a ponerse de pie, a rearticular todas las funcionalidades perdidas del sujeto o del objeto en cuestión. Por tanto, si la reparación es el remedio para corregir la agresión y el daño; la restauración parece responder a los males del olvido y el desdén. La restauración, podríamos decir, está constituida de incontables actos de reparación hasta que, finalmente, se yergue y establece por sí misma.
Finalmente, la palabra restitución es inherente a la experiencia del Año Jubilar. Como se sabe, cada cuarto de siglo, la Iglesia católica ofrece a sus creyentes un tiempo de gracia y misericordia. Es, sobre todo, un tiempo de reconciliación y renovación espiritual, pero que acerca a los fieles la oportunidad de obtener la Indulgencia Plenaria (alcanzar la remisión total del castigo temporal por los pecados cometidos) bajo ciertas condiciones.
Sin embargo, el proceso para alcanzar esta gracia pasa por el sentido de restitución de lo que creemos propio de vuelta a las manos de Dios. La restitución significa literalmente “devolver algo a quien lo tenía antes”; y la enseñanza cristiana reconoce que todo le pertenece al Creador. Así, todo lo que creemos propio: las posesiones, las deudas de terceros, el éxito y los logros personales, nuestras cualidades y dones; deben ser puestos nuevamente en manos de Dios.
En el pasado, el año jubilar servía para restituir tierras invadidas, devolver la libertad a los esclavos y darle descanso a la Creación de nuestra explotación; pero también para reconocer que nuestra propia inteligencia, los dones de nuestras habilidades y capacidades debían ser devueltas a un proyecto más amplio que el que nuestro egoísmo individual o de grupo aglutinado alcanza a mirar: al proyecto universal de Dios. Un proyecto de salvación que sólo se entiende en clave de pueblo, humanidad y comunidad; esto es, en la colectividad.
Por ello, en esta ‘pausa máxima’ que sirve a los creyentes para experimentar y reflexionar los insondables mundos de la existencia y la trascendencia; también es una oportunidad para mirar nuestro tiempo y contexto. Y advertir los daños que requieren ser reparados, visualizar la patria que anhela ser restaurada, reconocer los bienes que exigen ser restituidos; y reparar, restaurar y restituir siempre el clave de comunidad, en esa inteligencia colectiva tan ardua de integrar en nuestra conciencia.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe