Senda peligrosa
Felipe de J. Monroy*
No se puede tomar a la ligera lo acontecido esta semana en la Catedral Nacional de Washington durante el tradicional servicio religioso de inicio de administración del gobierno norteamericano. La obispa episcopaliana Mariann Budde, en su prédica, se dirigió directamente al presidente Donald Trump para pedirle que tenga compasión y misericordia de quienes tienen miedo por ser sujetos de su aversión política e ideológica; por supuesto, el mandatario tomó a mal el comentario de la religiosa y desde el pináculo del poder le exigió una disculpa pública.
Toda esta escena es profundamente simbólica y relevante para el momento que vivimos. Muchos podrían estar de acuerdo con Trump sobre cierto ‘exceso’ de la líder religiosa al utilizar el púlpito para cuestionar la actitud política del gobernante; pero a ellos habrá que recordarles que él mismo se definió como el elegido por Dios para rescatar al pueblo norteamericano. Así que él se metió primero en esa tesitura discursiva. Por otra parte, la obispa fue sumamente cuidadosa de no traspasar discursivamente sus ámbitos religiosos (compasión, clemencia y misericordia con los débiles) de los técnico-políticos; es decir, no cuestionó los actos políticos o las actas ejecutivas sino las actitudes humanas y cristianas detrás de los discursos del presidente.
Trump evidenció más tarde que el sermón le disgustó profundamente. Sin decirlo expresamente, cuestionó la libertad religiosa de la obispa y su congregación al exhortarlos a pedir disculpas por la prédica de la ministra de culto; y, en el mismo mensaje, reafirmó sus convicciones políticas sobre validar el prejuicio de que las personas migrantes indocumentadas son directamente asesinas. Prejuicio que soporta la razón de sus políticas públicas; las cuales, según su perspectiva, fueron mandatadas por Dios.
No estamos ante un caso aislado. Alrededor del mundo crecen las identidades políticas afianzadas en mesianismos religiosos maniqueos; y, aunque suene paradójico, los liderazgos religiosos y espirituales contemporáneos tienen la responsabilidad de atemperar la radicalización discursiva de estas expresiones de los nuevos “salvadores de la patria”. Y su herramienta es justamente el servicio profético.
Se debe aclarar que el profeta no es aquel que juzga o critica desde una postura de superioridad moral, sino el que “anuncia verdades que transforman”, el que señala caminos de conversión y reconciliación. El auténtico profetismo religioso se entiende como el anuncio y la denuncia de las realidades del mundo frente a las injusticias y las decadencias temporales; incluso el que obliga a poner la mirada a realidades trascendentes que superan toda pragmática inmediatista. Y hoy, esta actitud profética, se ha convertido en un espacio de resistencia ética y espiritual ante políticas autorreferenciales e integristas. Ese es el eje que diferencia al profeta auténtico de las voces que, bajo la apariencia de profecía (o falsos profetas), se convierten en agentes de legitimación de ciertas superioridades, de ciertas agresividades y desprecios, de maniqueismos modernos y de mesianismos políticos.
Debemos comprender que los nuevos mesianismos políticos han surgido como respuesta a la profunda crisis antropológica y cultural que vivimos. Agotados por intentar asir certezas entre la dictadura del relativismo y asfixiados por las innumerables restricciones que parecen provenir de nuestra nube de confusiones; estos movimientos políticos, liderados por figuras carismáticas, prometen redimir a sus seguidores de todos esos males que aquejan a la sociedad. Sin embargo, su retórica suele construirse sobre la exclusión, la culpa y el señalamiento de un «otro» que debe ser eliminado para alcanzar la utopía prometida. En este contexto, el mesianismo político se convierte en una trampa: sustituye el discernimiento colectivo por la obediencia ciega y reduce la complejidad de los problemas sociales a soluciones simplistas y polarizantes.
Ese mesianismo hace uso de los falsos profetas que confunden la profecía con adivinación, augurio o predicción del futuro; se alimenta de las voces religiosas que se erigen como oráculos que auguran males si el pueblo no se adhiere a sus propios intereses de grupo, valores o orgullos identitarios. Así, el profetismo pierde su esencia transformadora y se alinea con las dinámicas del mesianismo político. Ejemplos de esto son los discursos que utilizan el miedo y la amenaza como instrumentos de control.
El verdadero servicio profético desafía las estructuras de poder injustas y llama a la conversión personal y colectiva. Retoma el mensaje central de los profetas: denunciar la corrupción y la opresión, pero también anunciar la esperanza de un futuro renovado basado en la justicia y la misericordia. Ese es un profetismo que incomoda, porque no busca agradar ni ganar adeptos, sino confrontar las conciencias y movilizar hacia el bien colectivo.
Y ¿cómo reconocer entre el falso y el verdadero profetismo? Sin duda no es fácil, pero la teóloga Elsa Tamez lo intuye así: “Contra todas la expectativas mesiánicas de su tiempo, donde se esperaba a un gran líder militar que hiciera frente con su ejército al Imperio romano, [Lucas] describe al Mesías como un niño vulnerable y de procedencia humilde… dedica cinco versos al censo, dos al nacimiento [de Jesús] y trece a los pastores”. Es decir, la luz alumbra primero a aquellos de condición humilde y pobre, de ellos es la primacía de las buenas nuevas. Si los que más sufren no son los primeros destinatarios de “la verdad que transforma”, entonces no es ese el camino.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe