La despolitización del pueblo y sus nefastas consecuencias
Felipe de J. Monroy*
Estamos en tiempos electorales y por eso cunden las exageraciones e insensateces temerarias prácticamente en todos los espacios de debate público. Es de esperarse que los abonados partidistas utilicen todo tipo de artillería propagandística tanto para enaltecer a sus campeones como para incordiar a sus adversarios. Es triste, sin embargo, cuando desde el periodismo o el análisis político se remiten razonamientos publicitarios de afiliación o vilipendio.
En los últimos días he leído y escuchado en “serios politólogos” la palurda advertencia de que, en la próxima jornada electoral, la ciudadanía mexicana podría “elegir la dictadura”. El despropósito es sólo comparable con la zafia advertencia de otros “serios politólogos” quienes creen que el pueblo podría “elegir la corrupción”. Quizá los pseudo analistas que repiten estas frases propagandísticas no se dan cuenta de que lucen tan tiernos e ingenuos como niños que cantan jingles comerciales: no comprenden lo que repiten.
En primer lugar, la dictadura no se elige, se impone. En la historia sobreabundan los ejemplos de cómo el poder militar en complicidad con el control económico han implantado violentamente las dictaduras a través de golpes de Estado, revueltas y revoluciones.
Hay otro modo, sin embargo, en que se llega a una dictadura además de la súbita irrupción; y es a través de la rápida degradación de la administración pública en una administración oligárquica y en una gestión unipersonal del poder que invariablemente utiliza la fuerza asesina del Estado para autopreservarse.
Las dictaduras pueden tener tufos ideológicos, pero en el fondo no son realmente necesarios ni los principios ni las convicciones porque están soportadas en un complejo equilibrio entre el uso de la fuerza represiva y la satisfacción de negocios inmorales cupulares. Eso sí, el sello distintivo de una dictadura es la sistemática aniquilación de las voces divergentes. Las dictaduras aprisionan, exilian, torturan y pasan por las armas a cualquier voz que incomode su delicado equilibrio de poder.
“Dictadura» es una palabra demasiado grande y compleja para el uso trivial que hoy le dan los propagandistas y publicistas de campaña. Porque incluso en los tiempos de mayor control unipartidista y poder presidencialista en México, cuando el PRI y la Presidencia de la República eran una sola entidad, cuando se hacían elecciones con un sólo candidato y cuando el Ejército ejecutaba desapariciones y asesinatos en la Guerra Sucia contra todo movimiento social opositor, los intelectuales mexicanos preferían llamarla “dictablanda” o como defendió Octavio Paz elocuentemente: “Un sistema de dominación hegemónica de partido”.
Se dice que una de las justificaciones de aquel poder que tuvo el priiato en el siglo XX fue habernos librado de la “orgía de sangre” posrevolucionaria en la que –como dice Pacheco– “el ejecutor de hoy fue la víctima de mañana y los caudillos se devoraron entre ellos mismos”; y quizá el nuevo “sistema de dominación hegemónica de partido” que se erige en este siglo XXI también busca justificarse frente a lo que considera una “orgía de corrupción” neoliberal. Aunque hasta ahora ha aportado más propaganda que pruebas y ha creado más tributarios que responsables.
Lo que nos lleva al segundo punto: La ciudadanía no “elige la corrupción” en un proceso electoral como ingenuidad autolesiva. No sólo es antitético, es antinatural que alguien elija voluntariamente algo que confía y sabe en que le va a perjudicar. Quizá, sí que tiene la libertad de elegir corromperse en circunstancias que le provean un bien ilícito inmediato. Es decir: No elige la corrupción que le afecta, elige corromperse anteponiendo su interés, su peculio y su ventaja. Y ahí sí, podría optar por corromperse a favor o en contra del sistema hegemónico que mejor le convenga (o al que le han convencido).
En todo caso, cabe cuestionarnos por qué los publicistas y mercadólogos de las campañas desean vender la idea de que el proceso electoral en marcha terminará en una elección de un miedo frente a otro miedo. “Elegir la corrupción” y “elegir la dictadura” son falacias del marketing electoral que venden exactamente lo mismo: desconfianza.
Hace mucha falta que las campañas políticas se internen en escenarios más esperanzadores y propositivos. Quizá sólo así logren que los analistas políticos finalmente se alejen del oficio de vaticinadores de desgracias y comiencen a pensar con serenidad.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe