Gabriel García-Márquez/Sentido común
In memoriam, Pedro Arellano
Felipe de J. Monroy*
La frialdad de las palabras en las esquelas nos exige señalar que el pasado primero de septiembre falleció don Pedro Arellano Aguilar, doctor en derecho y coordinador de Prevención y Readaptación Social del Órgano Administrativo Desconcentrado del gobierno federal. Pero la amistad que le debía y el enorme vacío que nos deja su partida me reclama ofrecerle una memoria herida por mis limitaciones, pero llena de esperanza en que la vida eterna le recompense toda su alegría en el servicio al prójimo.
Al igual que Chesterton, Arellano vivió su catolicismo desde el democrático compromiso con todos. Fue de hecho su catolicismo, el origen de su legítima preocupación social. La salvación, para él, no podía limitarse a la minoría selecta sino a la multitud, a todos, especialmente a los que más han errado. Mas su deseo no se limitaba a la devota plegaria; su honesta preocupación por el prójimo se manifestó en trabajo a ras de suelo y vocacionalmente entre los más oscuros rincones de la sociedad, entre los estigmatizados, olvidados y repudiados: los presos, los miserables, las víctimas de la injusticia de un sistema indolente que además de privar de la libertad a las personas suele arrancarles su humanidad.
Pedro recibió esa certeza siendo muy joven; lo contó una vez en una cafetería popular en donde solíamos desayunar: Cierta vez, frente a un amplio lago invadido por maleza acuática, un sacerdote jesuita lo convidó a desbrozar la plaga; tras largas horas de faena y contemplando el terco horizonte de lirios imperturbables a sus esfuerzos, el joven Pedro dijo al cura que el trabajo era inútil, que por más que hicieran, jamás verían el reflejo del cielo en las ondas del lago. El jesuita le contestó que cuando iniciaron la tarea no sabían cuánta maleza había ni cuánta podrían sacar pero que podían tener una certeza: que ahora había menos plaga en el lago.
Pedro dedicó buena parte de su esfuerzo y su empeño, su fe y sus talentos, basado en aquella enseñanza. En la Ciudad de México, a la que tanto amaba por sus perfiles sobrevivientes (fue feligrés de la ancestral mayordomía de San Matías Iztacalco), encontró su desafiante lago empantanado en las prisiones; y en los presos halló aquella maleza cuya naturaleza no es mera e irremediable maldad, él los miró como simples lirios en el lugar equivocado, en doloroso hacinamiento, heridos, vulnerados y deshumanizados no por su esencia sino por el descuido de quienes debían velar por el equilibrio, la belleza y la justicia de la Creación. “No se puede rescatar a todos -decía-, pero vale la pena cada rescate”.
Fue un hombre modesto, alegremente sencillo como franciscano; sin embargo, su trabajo y trayectoria revelan no sólo sus muchas capacidades sino la alta confianza que lograba en los más insólitos personajes y momentos relevantes del país. Desde el parteaguas democrático y social que significó el primer gobierno electo de la Ciudad de México hasta las siempre complejas relaciones entre el Estado y la Iglesia católica, Arellano contó con la confianza de liderazgos definidos como ‘progresistas’ y ‘conservadores’.
Colaboró lo mismo con el ingeniero Cárdenas y López Obrador, como con el nuncio apostólico Christoph Pierre o el cardenal Norberto Rivera. Fungió como Ejecutor de Sanciones Penales en el Distrito Federal y también como secretario ejecutivo de la Pastoral Penitenciaria de la Conferencia del Episcopado Mexicano. Fue presidente del consejo editorial del otrora poderoso semanario Desde la fe y operador del programa de ‘Desarme voluntario’ del gobierno capitalino. Fue promotor de diferentes campañas de evangelización y devoción a la Virgen de Guadalupe, y coordinador de investigaciones independientes que comprobaron la corrupción y abuso de poder del secretario García Luna contra Florence Cassez.
Bajo el nombre del apóstol más débil y contradictorio al que, sin embargo, Jesús puso en sus manos a sus hermanos, Pedro comprendió que no había paradoja, no había doblez: “Soy hijo de la Iglesia, la Iglesia es mi madre; es santa y también pecadora. Así amo a mi madre”, solía mencionar y con ello se purificaba de la ponzoña que suele enfermar a los fariseos. Pero además defendió sus ideas políticas con principios muy escasos en nuestros días: integridad, bondad y alegría. Para él, era irreal separar la experiencia religiosa del servicio público, imposible poner muros entre el fuero espiritual y el político, la religión y la participación ciudadana, la fe y el bien común, convivían en una sola conciencia y no en la esquizofrenia del hombre dividido.
En un país cuyas heridas históricas recomiendan la simulación de no mezclar la fe y la política, Pedro fue un agente de creativa conmoción para no pocos funcionarios y líderes religiosos que lograron trabajar juntos. Y, para quienes piensan que la relación entre la fe y la política sólo puede conducir a la autopreservación del poder y los privilegios, Pedro demostró la convergencia de la política y la fe en el bien común, en el servicio al necesitado.
Con su vida y ejemplo, Arellano desmontó el permanente y erróneo prejuicio de que el catolicismo sólo resguarda los privilegios de las élites como también la falacia de que la izquierda política sólo puede conducir al autoritarismo estatista. Pedro vivió y se comprometió con la inmensa vía de trabajo que la doctrina social y la justicia abre a los creyentes.
En medio del asfalto y el concreto de una ciudad que levanta muros entre pobres y ricos, fieles y ateos, libres y presos, Pedro añoraba y admiraba la belleza bucólica como lo demuestran los más de mil fotografías de flores que compartía con sus amigos, admiraba la riqueza natural y espiritual de las comunidades indígenas, tenía como referentes a los grandes pastores católicos que ofrendaron su vida para caminar entre los marginados, discriminados y desposeídos. Pedro citaba a don Pedro Casaldáliga, el obispo del pueblo (quien Dios también quiso llevárselo este mismo año) y a san Óscar Arnulfo Romero mártir; pero se fascinaba con las interpelantes fotografías del jesuita Enrique Carrasco entre los indígenas. Arellano, sin embargo, conocía y mucho de palacios de gobierno y palacios apostólicos, de las autoridades, del poder, de la exquisita diplomacia; y hasta esos empíreos de la potestad llevaba el clamor de los débiles, la silente humildad de las víctimas. No siempre con éxito, pero su parábola del lago nos indica que no dejó de intentarlo.
En paz descanses, amigo Pedrito.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe