Felipe de J. Monroy*

Existe una regla implícita en las contiendas políticas electorales que no suele decirse en voz alta por cierto pudor: para ganar, se vale ejecutar toda táctica (incluso las más descabelladas) y el límite de su audacia no siempre es la conciencia sino el riesgo. Hace años me lo comentó un legendario estratega: “Todo escenario es posible, sólo hay que calcular su riesgo”. Los acontecimientos en Butler, Pennsylvania, donde Trump resultó herido superficialmente por un ataque armado, nos obligan a pensar con cautela estos episodios.

El estratega político se refería en aquel entonces a los límites éticos de las campañas políticas: cuáles son las fronteras que tanto los candidatos como sus equipos de campaña y principales patrocinadores desean respetar y cuáles son aquellas que, bajo un cálculo de riesgo y ganancia, están dispuestos a violar. 

La respuesta institucional siempre será sencilla: los márgenes de lo legal y lo ilegal están contenidos en las reglas oficiales de las contiendas, en la constitución política y las leyes que de ella emanan; las reglas formales son sancionadas y vigiladas por un órgano de control electoral o un instituto de promoción y regulación de los procesos electorales democráticos. Sin embargo, en campaña, lo legal suena más a recomendación que a exigencia; y el marco formal inspira pero no limita.

Por ejemplo, la campaña negativa o sucia (como lo sugirieron insistentemente los partidarios de Xóchitl Gálvez en la contienda electoral pasada) es una táctica tradicionalmente controversial porque implica la incapacidad de la creatividad comunicativa o política para seducir al electorado con argumentos positivos (ideales, planes, programas) pero, al mismo tiempo, es un recurso probadamente útil para afectar la imagen de los contrincantes con narrativas basadas casi siempre en el descrédito, la mentira, la exageración fantástica, el escarnio o la caricaturización. 

El límite de una campaña sucia es el pudor y la coherencia; pero existen otros tácticos de campaña cuyo límite es el riesgo que se acepta. En México se ha vuelto una odiosa costumbre aceptar el riesgo de violar la ley respecto a la residencia de sus candidatos; en muchas ocasiones –se ha comprobado– se utilizan documentos apócrifos para validar ciertos requisitos y no ocurre gran cosa. Cometer el ilícito es un riesgo bastante aceptable en comparación con los objetivos alcanzados por transgredir ese límite.

Otro límite legal, por ejemplo, que tiene la ley y la cultura política mexicana es la expresión pública de la fe y la religión. Aunque los márgenes de la identidad y participación religiosa en el ámbito político en México están difusamente regulados, muchos contendientes hacen suya la frase “París bien vale una misa” y utilizan los símbolos religiosos para sus campañas políticas. Nuevamente, la vulneración de ese límite puede entrar dentro del cálculo de riesgo en la búsqueda del triunfo. 

Hay límites vinculados a ilícitos graves, por ejemplo: al origen y destino de recursos económicos, a pactos de protección a poderes económicos o fácticos, a fraudes y mañas electorales, a la manipulación de bases de datos, corrupción de autoridades, compra o coacción de votos y un largo etcétera. Cada violación de uno de estos límites es un cálculo del riesgo que supone para sus ejecutores: multa, sanción, cárcel, etcétera. Aceptar el riesgo de estas sanciones dice mucho de los políticos en campaña; y que los actos queden impunes también refleja la debilidad institucional del Estado para imponer control en los procesos.

Hay, sin embargo, un límite cuyo riesgo para sus ejecutores es absoluto: el asesinato o intento de homicidio. Parece impensable, pero la historia nos demuestra que por lo menos un buen número de personas lo han considerado e intentado en casi todos los países, en casi todos los regímenes políticos y bajo las más diversas condiciones. El atentado de magnicidio ha sido recurrente, por ejemplo, en la democracia norteamericana contemporánea con una correspondencia casi comprensible a sus cíclicas masacres, perpetradas en un país fascinado por las armas de fuego y por el inmenso negocio que su accesible e indiscriminada venta supone.

El episodio en el que el candidato republicano y ex presidente norteamericano, Donald Trump, fue herido superficialmente en medio de un tiroteo pertenece a esta frontera de riesgo extrema. Sin caer en lecturas facilonas o conspirativas, es evidente que el episodio es el clímax de una serie de límites cuyo riesgo de vulnerar fueron calculados: desde el discurso de odio, la radicalización discursiva, la oposición a mayúsculos intereses globales, el integrismo excluyente pararreligioso y la discriminación sistémica; hasta el histórico patrocinio armamentista a los grupos políticos, la precariedad del círculo de seguridad, la debilidad física y mental de las cabezas visibles de dos proyectos políticos antagónicos, y un largo etcétera.

Limitándose a los hechos: el mitin, los disparos, los heridos, los muertos (el atacante y un espectador) y la oreja ensangrentada de Trump mientras alza el puño mientra exalta a los congregados podrían reflejar el más puro gesto del azar; pero sus efectos, esos no van a ser dejados a la suerte.

*Director VCNoticias.com

@monroyfelipe