Teresa Gil/Libros de ayer y hoy
Felipe de J. Monroy*
Un aspecto que no ha escapado a los medios de comunicación y analistas políticos sobre el virtual presidente electo de los Estados Unidos, Joe Biden, es su filiación católica y lo que ello representa en un país nacido y forjado en el protestantismo puritano. Es un aspecto que llama la atención pues en sus 244 años de existencia, la nación norteamericana sólo ha tenido un presidente católico, John F. Kennedy; Biden sería el segundo y, si lo vemos con frialdad, su principal legado no estaría en la búsqueda de las estrellas sino en la salud, la paz y la convivencia que se puedan recobrar en las plazas y las calles de su propia patria. Y esto segundo parece mucho más difícil que la conquista del espacio.
En un profundo ensayo del siglo pasado, el filósofo mexicano Leopoldo Zea señalaba con tino las correspondencias entre la identidad norteamericana, su vocación democrática, su liberalismo económico- filosófico y el puritanismo heredado de sus padres fundadores: “El Puritanismo como expresión religiosa de los ideales del hombre moderno ofrecerá, dentro de la organización social a que dio lugar, los elementos ideológicos que han hecho de los Estados Unidos la cuna de la Democracia Moderna”. En su ensayo, Zea describió algunos aspectos del puritanismo norteamericano que son más que vigentes y que suponen todo un reto para la reconciliación nacional en este siglo XXI:
“El puritano no concibe una actividad que no tenga una finalidad práctica; la pasividad es considerada como diabólica […] La caridad, en el sentido católico, es rechazada: nadie puede ayudar a los otros. Cada individuo es el único responsable de su felicidad en esta tierra y su salvación en la otra. El individualismo, en este campo, es absoluto, y parece basado en un «Sálvese quien pueda» […] El puritanismo, dice Tawney, sacrificará la fraternidad en aras de la libertad. Partiendo de su propia suficiencia, el puritano limita su sentido de solidaridad humana. No acepta desigualdad que no tenga su origen en el carácter de los individuos […] Las circunstancias nada tienen que ver con la riqueza o la pobreza; el hombre está siempre por encima de las circunstancias. El puritano no ve en la pobreza de los que caen a su lado una desgracia digna de compasión y ayuda, sino la prueba de un fracaso moral que lejos de compadecerse debe ser condenado. Las riquezas, por otro lado, no tienen por qué ser objeto de sospecha sino de bendiciones”.
Más allá de las diferencias comprensibles entre demócratas y republicanos, es claro que algunos de estos aspectos (sino es que todos) persisten en la transversal conciencia del pueblo norteamericano, muy especialmente entre los conservadores y aquellos afines al estilo y credo de Donald Trump. Pero son precisamente estas certezas las que alimentan la polarización y la tensión social cuando se radicalizan en forma de políticas públicas excluyentes, discursos pendencieros, discriminación o censuras editoriales. Y allí, el catolicismo que Biden dice profesar podría aportar positivamente para atemperar la ebullición social.
El catolicismo -al igual que cualquier religión- más que un mero cúmulo de prácticas a seguir está convocado a ser una identidad que “logre articular una visión de la armonía entre fe y razón capaz de guiar una búsqueda del conocimiento y de la virtud que dure toda la vida” como apuntó el papa Benedicto XVI justo a los obispos norteamericanos en 2012. Por supuesto, son las prácticas devocionales las que imprimen el carácter a la persona en su identidad religiosa; pero el papa Francisco ha intuido que hay trampas en esa identidad: “El avance de este globalismo favorece normalmente la identidad de los más fuertes que se protegen a sí mismos, pero procura licuar las identidades de las regiones más débiles y pobres, haciéndolas más vulnerables y dependientes”, dijo en su encíclica ‘Fratelli tutti’.
Tienen razón quienes desconfían de que el catolicismo en Biden sea superficial en lo que respecta a políticas públicas que confronten al sector popular del Partido Demócrata que lo llevó a la presidencia; es lógico que defienda aquello que lo hace ‘fuerte’ y se ‘proteja a sí mismo’ antes siquiera de escuchar las posiciones de los hoy vencidos. Pero la respuesta no está sólo en él ni en lo que desde la Casa Blanca proponga o disponga (como lo hizo Trump) sino en lo que el catolicismo puede ofrecer a un difícil entresijo de radicalidades. En su encíclica, el papa Francisco reflexiona sobre la parábola del ‘buen samaritano’ que cuida y provee al necesitado cuando ni el sacerdote ni el levita lo ayudan y explica: “La narración es sencilla y lineal, pero tiene toda la dinámica de esa lucha interna que se da en la elaboración de nuestra identidad, en toda existencia lanzada al camino para realizar la fraternidad humana. Puestos en camino nos chocamos, indefectiblemente, con el hombre herido. Hoy, y cada vez más, hay heridos”.
El catolicismo del siglo XXI, de la mano de Benedicto XVI y Francisco, propone frente al pragmatismo puritano la reflexión y el discernimiento; frente al individualismo del ‘sálvese quien pueda’, la caridad y la solidaridad; y exalta la aventura por la fraternidad antes que la virtud de la pureza.
La reconciliación del pueblo norteamericano necesita abandonar ciertos de sus puritanismos que han mezclado las fascinaciones del poder, el mercado y la dominación con repulsiones a la historia, a la ciencia y al diálogo; y allí el catolicismo tiene experiencia de sobra. Experiencia dolorosa y luminosa en la que se han debido integrar no sólo los individuos sino sus culturas. Eso es lo que se requiere para que la salud, la paz y la convivencia puedan ser posibles en las plazas y las calles de la nación norteamericana.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe