El enemigo
Felipe de J. Monroy*
Al final de la Segunda Guerra Mundial, ante las heridas aún abiertas en incontables pueblos y la sombra de incertidumbre sobre cómo se habrían de mediar los conflictos que dejaron pendientes las campañas bélicas, la asamblea general de las Naciones Unidas realizó la histórica sesión plenaria 183 del 10 de diciembre de 1948 en la que se aprobó y se instruyó publicitar globalmente una novedosa Declaración Universal de Derechos del Hombre; un documento que nació con una expectativa mítica sobre la paz necesaria, fundamentada “en el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Hoy, a 75 años años de aquella guía ética, no sólo es evidente que el juego geopolítico abandonó rápida y totalmente estos principios –la Guerra Fría, las invasiones imperialistas y los conflictos del mundo multipolar son prueba vergonzosa e irrefutable de esto–; sino que la cultura política contemporánea y hasta el propio organismo internacional parecen desandar el camino iniciado hace tres cuartos de siglo.
La Declaración tiene treinta artículos y un preámbulo con siete consideraciones pertinentes para comprender la necesidad y la urgencia de velar por la dignidad humana y por los derechos fundamentales inalienables de lo que denomina “familia” humana. El documento sintetiza con claridad meridiana que “los actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad” proceden del desconocimiento o menosprecio de los derechos humanos; que sólo con “fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres” se abre camino al progreso social y la mejoría del nivel de vida bajo una más amplia libertad.
Y, sin embargo, la cultura política actual ha relativizado a tal punto el valor de la vida humana y su dignidad que hay proyectos políticos respaldados por las propias Naciones Unidas que limitan la libertad de expresión y de conciencia, que privatizan y comercializan los derechos humanos básicos, que dejan en manos del tecnocapitalismo alienante la naturaleza, la biología y la identidad humana.
Por ejemplo, la Declaración afirma que todo ser humano tiene derecho a la vida, a la seguridad de su persona y al reconocimiento de su personalidad jurídica “en todas partes”, pero actualmente se regatea este derecho argumentando innumerables colisiones de otros intereses de placer y satisfacción socioeconómicos.
El documento también exige que nadie sea sometido ni a esclavitud ni a servidumbre pero, por las crisis económicas, hay políticas públicas que abogan por la limitación de derechos laborales y sindicales; el texto además estipula que nadie debe ser desterrado y se enarbola el derecho a la migración pero las deportaciones y las políticas antiinmigratorias de perfil conservador son populares hasta en grupos que se identifican como humanistas.
En la actualidad, gracias a los titanes de tecnología digital y las políticas intrusivas en nombre de una falsa seguridad nacional se ha normalizado el espionaje y el usufructo de los datos de la vida privada de los individuos; la libertad de pensamiento, conciencia y religión son permanentemente condicionadas a ideologías de ocasión mediante figuras de persecución y control que incluso pretenden constreñir el lenguaje vivo de los pueblos.
Es más, algunos que se autodenominan como ‘libertarios’ desprecian ideológica y prácticamente artículos enteros de esta Declaración Universal como la obligación de los Estados a proveer seguridad social, protección laboral y sindical, asistencia médica básica y especial para madres e infantes, educación gratuita, servicios sociales, etcétera.
Otros, que se autodenominan ‘progresistas’, rechazan principios distintos pero también consagrados en esta Declaración; como el derecho preferente de los padres a escoger el tipo de educación que deben recibir sus hijos o aquel que afirma textualmente que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Algunas políticas públicas, además, promueven mecanismos de atención excluyente (especialmente en lo referente a la justicia social) fundadas en la división y clasificación diferencial en lugar de procurar condiciones de justicia que garanticen igual protección de la ley sin distinción ni discriminación.
En la actualidad, la reflexión de la pertinencia y utilidad social de los derechos humanos se basa en un pragmático utilitarismo individual en donde cada persona tiene capacidad para que se le reconozcan y garanticen sus derechos ‘igualmente’ a otra; pero, siempre y cuando no lo sean ni los reciban colectivamente. Es decir, que cada quien tiene condiciones para potencialmente ser reconocida en su dignidad humana mientras los otros no lo sean realmente. Es la parábola de la puerta abierta y las diez personas que ‘en principio’ pueden libremente cruzar el umbral pero que aquella se cierra cuando las primeras tres lo hacen. En la actualidad se aplica la idea de que los derechos humanos deben ser en igualdad para todos, pero como diría Orwell: “algunos son más iguales que otros”.
Es claro que la Declaración Universal nació de la necesidad de imaginar utopías o al menos condiciones para que el miedo, el terror y la miseria no fueran utilizados nuevamente como discursos o recursos políticos. Quizá esa misma motivación sigue siendo pertinente 75 años más tarde.
*Director Siete24.mx
@monroyfelipe