Andi Uriel Hernández Sánchez/Contrastes
DUELO POR UN HERMANO MAYOR…
He visto al kraken corretear a los chupamieles en el jardín de nuestra casa la mañana siguiente después de tu entierro…
_Arca de la Alianza
-Ruega por él
-Casa de oro
-Ruega por él
-Torre de David
-Ruega por él…
Los colibríes han revoloteado y se han vuelto a posar en la isora roja que cuidabas con tanto esmero, porque esas las sembró mamá y son algunas de sus muchas herencias.
Desde el día de la noticia de tu caída frente a la casa, justo en mi cumpleaños, uno después del Día de Reyes, ya por la tarde noche y con las bolsas de la compra del mercado en las manos, según refiere el primo E., el tiempo hermano, se nos detuvo.
Se nos trastocó a todos tus hermanos, tus sobrinos y sobrinas, tus amigos, tus amores y ya no supimos si eran días o noches a tu lado y nunca comprendí los términos médicos de las 48 o las 76 horas; y aún ahora hermano, que contemplo cuatro cirios en la sala de la casa, junto al sillón donde te sentabas, no termino de comprender qué estoy viviendo.
Cuando nos dijeron que habías muerto, corrimos tu hermana C., y yo a la sala de Terapia Intensiva y vi tu cuerpo envuelto y bajé el cierre de esa bolsa como de película que tanto te gustaban, para abrazarme a tu cuerpo aún tibio hermano y te dije: no no no no no no ….
Estuve segura, por largo momento, que tu sonreirías con ese gesto burlón de medio lado, y te sentarías en la cama y nos dirías «las engañé…», y tu hermana y yo nos reiríamos tanto, como otras veces que hacías tus bromas y te burlabas y nos arrancabas risas y sonoras carcajadas…
Te ahorro los detalles de la buitre y su rondín, ya sabías lo que sucedería y sucedió, tu dinero se le volverá sal en las manos…
Te cuento mejor que una pipa se incendió en la autopista esa tarde que viajabas ya con nosotras rumbo a casa: el percance nos mantuvo varados casi dos horas. Y yo veía los cañales dorados a las orillas y el sol de este Sotavento que quisiste tanto, que solo saliste de él para retornar convertido en un estupendo cirujano…
La fila de carros varados, el calor y el cansancio infinito que nos dejaron las cortas noches y madrugadas de tu veloz paso por la Umae jarocha, no hicieron que durmiera ni por minutos: me decía muy calladamente, para que no me oyera C., que yo tampoco quería, por esta vez, llegar a casa. Y es que sentía hermano, como una estaca atravesada en el corazón y yo sabía que si te lo decía en voz alta te reirías y no me dejarías llorar…
Veía a C., a mi lado, abatida, silenciosa, su rostro como cuando murieron mi tío B., y a la semana mamá y a los ocho meses, papá ¿recuerdas?, y de eso, precisamente el 15 de enero, se cumplieron 23 y 24 años respectivamente.
Así, algo así.
Y yo, que ese viejo dolor creía haber sepultado a fuerza de voluntad, también me volvió, agudo, y me doblaba hermanito, pero por fin llegamos…
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Nuestro hermano P., y la sobrina E., y la cuñada N., venían en su J., detrás en la autopista: debes saber que nuestro hermano estuvo todo el tiempo contigo, a tu cuidado y vigilancia y en los embrollos médicos y burocráticos que supo bien sortear porque, al igual que tu, es otro genio de la Medicina y del bisturí; él nos evitó que te hicieran la necropsia que tu, en tu humor negro, hubieras disfrutado mucho: pero nosotros no estábamos para el caso.
Esos días nuestros sobrinos D., y E., entraron a verte claro. Y nuestra hermana G., que ya era su cumpleaños, había pedido el regalo de tu sanación milagrosa. No fue la única ya sabes. Todas tus hermanas rogamos, imploramos, ofrecimos de todo y bajamos a los Santos y lloramos hasta quedar rendidas y al final decíamos: que se haga la Voluntad de Dios y todas esas cosas que nos decimos los que creemos…
Y entre todos nos confortábamos en un silencioso Valor. Esa cena frente al mar tuvo un regusto amargo: si hubieras estado con nosotros y no en una cama de hospital a poca distancia, esa hubiera sido toda una fiesta, lo sabes, pero había que fingirle a la Tristeza, enderezarnos decía mamá.
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Ríete: cuando hace ocho días al fin llegamos a casa contigo, en un féretro de madera elegido por P., mi sorpresa fue mayúscula, como si nunca lo hubiera visto en otras ocasiones: tu calle, nuestra calle de siempre en la casa de nuestros padres, cerrada al tráfico, barreras viales, toldos, sillas blancas y ya muchos señores esperándote.
Mi corazón hecho un nudo. Paso por entre medio de brazos y ojos llorosos y entro a tu querida cocina, mi cocina, la nuestra y de todos los hermanos, y están dos mujeres desconocidas trajinando en el fregadero y con las ollas y tus sartenes. Me abrazan, me consuelan, me dicen que no me preocupe de nada ahí, que ellas lo hacen todo.
Las reconozco al fin: un par de vecinas: T., y otra cuyo nombre pierdo en la desorientación de hallarme en una situación brutalmente inesperada, y doy la vuelta e intento llamarte y decirte ya para, ya estuvo buena la broma hermano, ya detén el chiste, ya no me está gustando…
Pero en ese momento varios hombres desconocidos, oscuros, blancos, altos, bajos, fuertes, recios, serios y típicos hombres de la Cuenca, meten tu ataúd a casa y lo colocan sobre una base de metal en la sala, donde apenas en diciembre habíamos visto series y películas y habíamos comido, reído y conversado mucho…
Y empezó el desfile: querían verte, despedirte; y algunos decían que sonreías detrás del cristal y a mi me parecía lo mismo; algunos dijeron que te veías «impecable como siempre», con tu camisa de visos y corbata. Pero a nuestra hermana G., y a tu sobrino D., les pareció «muy fea» la corbata que me empeñé en comprarte la mañana de tu muerte para darte mi último regalo: rosa intenso con estampado de cachemira tradicional…
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He insistido en que kraken se despida de ti. La gente ha entendido y se han salido un momento, respetuosamente, de la sala. Lo soltamos y entra con las patitas temblando y el corazón acelerado. Entre D., y C., le ponemos una silla para que se asome a tu ferétro. Rehuye mirarte al rostro por largo rato. Te lame una mano y cuando al fin te ve, deja de temblar y su corazón se sosiega. Voltea hacia mí y recuesta su fuerte, dura cabeza en mi brazo, como si fuera un niño. Gimió quedito cuando te sacaron hacia el cementerio. Sus ojos dorados de destellos verdosos, nos miran desde ese día con esa inteligencia solidaria, mas propia de ángeles que de perros.
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Este viernes cumples ochos días de tu inesperada, para todos, partida: siguen en casa los Rituales de la despedida, que no por prolongados amortizan el dolor: tu hermana C., se ha empeñado en sacarte del Purgatorio dice, y está convencida que tus pecados serán prontamente perdonados.
El primo E., y la prima casi hermana como le decías, C., son tus padrinos de Cruz: el domingo recogerán en casa ese símbolo de Fe en la Resurrección de los Muertos y en la Vida del mundo futuro amén y habrá el Novenario, que se anticipa igual de concurrido que tu velorio: al que asistieron todos hermanito, los que realmente te quisieron.
Y han seguido pasando a casa todos estos días, conocidos y desconocidos, viejos y jóvenes, algunos pasmados de impresión porque nos dicen: «lo acababa de ver ese sábado…» y cosas así…
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Dicen que el mejor regalo de los padres es dejarnos hermanos. Y es cierto: hermanos unidos no solo por la sangre sino por la Conciencia de la maravilla que significa tener, desde la Infancia, compañía, abrigo, complicidad, protección y defensa. Un hermano mayor al que se recurre cuando papá no está o ya falta. Uno al que se le pudo decir, niña aún: «mira, ese niño me molesta…» Y uno del cual presumir, callada pero concienzudamente. Uno con el cual pelear y redimirse al rato. Uno para la mortificación y para la Esperanza. Uno para la referencia, para el sustento del ánimo y para reírse de las ocurrencias y las mil anécdotas.
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Todas las despedidas son difíciles, máxime cuando no estaban en los planes inmediatos: mi querido hermano, nos harás mucha falta a todos en tu familia: tu ausencia ya es un agobio en las pequeñas cosas del cotidiano. Seguimos en el pasmo, y no atamos ni hilamos:
¿Qué hacer con tu agua de berenjenas dejada en el refri, con tu guiso de último día, el queso delicioso, la longaniza, la salsa de pimientos rojos, tus secretos de cocina, tus expedientes dentales, tus recibos de pacientes, los zopilotes que no faltan tratando de llevarse una lámpara o un objeto que reclaman como suyo de tu consultorio?
Y en todos estos días, y por instantes, hemos dicho: le preguntamos a/ pregúntenle a…para darnos cuenta de golpe, una vez más, que ya desde hace mas de una semana, que no: que ya no podremos preguntarte nada, ni recurrir a ti, nunca más.
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Pasarán largos meses sí, hasta que algún día acaso, esta llorona irredenta te llame una madrugada o en una noche larga, y te pida ayuda, consejo o protección: ni modo, ese es el destino de los hermanos mayores. Adiós querido: buen viaje hacia tu luz…