Jorge Robledo/Descomplicado
Con el tiempo el fantasma de la corrupción ha obligado a los países, a contar con procesos y procedimientos acuciosos para la toma de decisiones para el buen ejercicio de los recursos públicos, con el fin de definir los tramos de responsabilidad de los servidores publicos.
Enfrentar la corrupción parte del supuesto de que las personas toman decisiones a partir de la información de la que disponen y de ciertos incentivos negativos y positivos.
Los enfoques contemporáneos para la atención del problema y la gestión de riesgos asociados a la comisión de actos de corrupción, suman al enfoque tradicional las perspectivas de la ética e integridad pública. Este cambio significa, como lo ha dicho (OCDE) en el documento “La integridad pública desde una perspectiva conductual”, pasar de políticas centradas en disuadir y ‘hacer cumplir’ a otro enfoque que promueve decisiones basadas en valores, principios y estándares éticos.
Ambos enfoques —aunque con diferencias notables— son complementarios y no excluyentes. Las instituciones públicas de los países con mejor desempeño en el control de la corrupción han implementado políticas públicas que consideran elementos de ambas perspectivas con miras a atender con mayor eficacia las causas y consecuencias de un problema multifactorial y, por definición, complejo. De ahí que las políticas de integridad definan un tipo ideal de comportamiento institucional por parte de las personas; es decir, consideran el factor humano como una variable relevante para contar con mejores controles y reducir la probabilidad y riesgo potencial de actos de corrupción.
La apuesta por la integridad pública no es una solución individual a un problema estructural. Más bien, es el resultado de análisis que han identificado una relación directa entre la disminución de casos de corrupción y la atención al factor humano dentro de las organizaciones públicas a través de la formación en principios de integridad pública. La creación de políticas de integridad en las instituciones públicas es un reconocimiento tácito de que las personas son relevantes en la cotidianidad de la gestión pública y en el proceso de toma de decisiones. Por ello, aunque en un espacio de decisión individual, los valores y principios de integridad se construyen colectivamente para aprovechar el factor humano en el combate a la corrupción.
Recientemente, recibimos una delegación de la OCDE encabezada por José Antonio Ardavín, Jefe de la División para América Latina y el Caribe, así como el titular del Centro de la OCDE en México. En dicha reunión, expusimos los avances de la ASF de la materia, así como nuestra participación en la Organización Latinoamericana y del Caribe de Entidades Fiscalizadoras Superiores (OLACEFS), en lo relacionado con la gestión de políticas de integridad. Se recalcó la importancia de que las entidades de fiscalización discutan permanentemente sobre los mecanismos más apropiados para lograr que las políticas de integridad incidan directamente en comportamientos éticos.
La ASF ha apostado, hacia el interior de la gestión institucional, por fortalecer la ética e integridad pública. Muestra de ello es la política de integridad que funge como el marco de referencia institucional para garantizar que las personas servidoras públicas y el personal, guíen su actuar acorde con los principios, valores, reglas de integridad y criterios rectores, señalados en el Código de Ética, Código de Conducta y Directrices para prevenir posibles conflictos de intereses; a fin de generar confianza y credibilidad a la sociedad.