Bryan LeBarón/A 5 años, no dejemos solo a nadie
La élite política estadounidense cerró un ciclo de reconstrucción de la hegemonía mundial en enero de 1993 con la falta de votos que impidieron la reelección del presidente George Bush Sr. como el último representante de la dirigencia geopolítica militarista que comenzó con los 14 puntos de Woodrow Wilson para finalizar la Primera Guerra Mundial con el control del dominio hegemónico de Estados Unidos.
De manera simbólica, el siglo XX nació con el encumbramiento de la revolución rusa y el sistema comunista y terminó con la desaparición de la Unión Soviética, y en ambos puntos históricos fue determinante la participación de Estados Unidos.
El relevo presidencial estadounidense en 1993 implicó también una ruptura generacional: el presidente Bill Clinton había nacido en 1946, dos años después de la conferencia de Bretton Woods de 1944 que le entregó el manejo de la comunidad mundial económica y monetaria a Estados Unidos y un año más tarde de las bombas atómicas a Hiroshima y Nagasaki que liquidaron la Segunda Guerra Mundial, aunque con el dato revelador de que Clinton carecía de una pertenencia a la estructura de dominación del poder estadounidense y llegaba a la Casa Blanca procedente de la gubernatura del pequeño estado de Arkansas.
El otro dato significativo del relevo político en las élites estadounidenses había ocurrido apenas en noviembre de 1988 con la definición del llamado Consenso de Washington o propuestas formales para el inicio de la construcción de la economía mundial de mercado, es decir, la globalización productiva. Las guerras a partir de entonces no serían por territorios militares, sino por el flujo de mercancías y el control de las monedas. Las crisis locales en varias partes del mundo no llegaron a modificar el enfoque dominante del mercado económico, a pesar de que en algunas de ellas La Casa Blanca participó de manera directa con tropas combatiendo radicalismos locales.
En América Latina, Estados Unidos había intentado de explorar una nueva política de entendimiento a través del presidente demócrata Jimmy Carter y había llegado a la decisión estratégica de desligarse del Canal de Panamá y entregarlo a los panameños. El último impulso socialista revolucionario también había fracasado en el mismo tiempo histórico: la revolución sandinista tomó el poder con el beneplácito estadounidense en 1979, pero lo perdió con el belicoso Reagan por la vía electoral en 1990. Y la revolución guerrillera salvadoreña careció de viabilidad política en tanto que no respondió la lógica de la producción económica local y regional.
El Tratado de Comercio Libre de Norteamérica iniciado de manera formal en 1994 permitió ponerles cerraduras a las puertas de los nacionalismos culturales, políticos y revolucionarios de la región al sur del río Bravo, de manera fundamental porque México arrió sus banderas progresistas regionales al someterse a las necesidades de vinculación comercial con el Tratado. Este hecho fue posible en 1979 con el arribo a la dirigencia política del Estado de una nueva generación de funcionarios forjados en la especialidad económica en las universidades estadounidenses, desplazando a los viejos políticos que habían heredado de manera decreciente dos enfoques nacionalistas y progresistas de los revolucionarios de principios del periodo 1910-1946.
La coincidencia de dos generaciones de gobernantes en México y Estados Unidos en el decenio de los ochenta replanteó la jerarquización de los compromisos de gobierno y del Estado: la urgencia de mejores expectativas de bienestar a través de la globalización de los mercados, ya sin la carga emocional ideológica de las revoluciones a favor o en contra y con el desafío de construir una comunidad internacional productiva.
El problema para México no ha sido ni ideológico ni nacionalista, sino de resultados pragmáticos en la relación producción-bienestar que había sido el eje rector del funcionamiento del Estado desde la Constitución de 1917. En el ciclo del Tratado 1994-2018, el comercio exterior mexicano se multiplicó por diez y se consolidaron empresas vinculadas a las exportaciones, aunque en tanto modelo de desarrollo no hubo resultados tangibles: la participación de productos mexicanos nacionales en el componente de exportación bajo de 60% en 1993 a 40% en 2020, lo que quiere decir que México no detonó el Tratado para nuevo modelo de desarrollo industrial de agropecuario y derivó en una economía maquiladora. En términos cuantitativos, el crecimiento promedio anual del PIB en ese período del Tratado fue de apenas 2%, en tanto que la economía nacionalista y de Estado logró una tasa de aumento anual de la economía de 6% en el período 1934-1982.
Sin que esté muy clara todavía la existencia de alguna nueva élite progresista en el gobierno mexicano impulsada por la victoria electoral del presidente López Obrador en 2018, el Tratado en su enorme cantidad de espacios de operación ha entrado en conflicto en dos áreas específicas –electricidad y petróleo– por la decisión nacionalista del Gobierno de Morena de iniciar un proceso de reconstrucción de la preponderancia del Estado en esas actividades productivas, aunque sin regresar al dominio absoluto sino tan solo impulsar a las dos empresas públicas especializadas: CFE y Pemex.
Quede como punto sensible el hecho de que las administraciones de López Obrador y Biden terminan a finales de 2024, pero los dos tendrán que lidiar en los próximos meses con litigios de fondo que afectarán acuerdos de comercio, Y en 2024, los dos terminarán sus gestiones, sin que se tenga claro hoy en día si sus sucesores –el propio Biden si logra reelegirse o un republicano y el sucesor de López Obrador– van a mantener confrontaciones que han respondido a caracteres personales y no tanto a proyectos de desarrollo.
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