
Samuel Aguirre Ochoa/Nace un nuevo orden internacional
La iglesia católica mexicana ha sido desde su fundación una organización política terrenal, conservadora y fáctica: combatió al independentismo autonomista, fue factor clave en el encumbramiento de Antonio López de Santa Anna, avaló a los miramares que fueron en busca de Maximiliano, demonizó a Juárez por las leyes de reforma liberales, operó como brazo legitimador de Porfirio Díaz, combatió a la Constitución con armas y desconoció al Estado.
A través de la mano operadora del embajador estadounidense Dwight Morrow, el presidente Plutarco Elías Calles logró un acuerdo político con la cristiada y consiguió un pacto no escrito de coexistencia pacífica –como lo narra José Vasconcelos en El Proconsulado— que convirtió a la jerarquía católica de 1930 a 1992 en un sector invisible del sistema/régimen/estado/Constitución priista.
La reforma eclesiástica del presidente Salinas en 1992 anuló a la iglesia católica como motor político de la coalición conservadora que en 1982-1985 construyó el bloque ideológico de la Santa Alianza PAN-empresarios-embajada de EU-ultraderecha. De manera paradójica, el fraude electoral de Manuel Bartlett Díaz en Chihuahua en 1986 liquidó la fuerza política de este bloque de poder y la institucionalización de la reforma al 130 constitucional dejó a la iglesia católica como un patronato sin cruz y sin espada.
La regularización jurídica de la Iglesia católica de México fue producto de un pacto secreto del candidato Salinas de Gortari después de las polémicas elecciones presidenciales de julio de 1988 y logró que la jerarquía católica asistiera con trajes de significado religioso a su toma de posesión, paradójicamente junto a otro legitimador del salinismo: el comandante cubano Fidel Castro Ruz, quien por su complicidad salinista cayó de la gracia de la izquierda socialista mexicana.
La jerarquía católica conservadora de los ochenta —comandada por el arzobispo de Hermosillo Carlos Quintero Arce y en el sur por el arzobispo poblano Octaviano Márquez y Toriz– construyó una propuesta ideológica que rayaba en el fascismo y convertía al PAN en la sigla política para llegar a la presidencia de la República. En 1984, el embajador estadounidense John Gavin –en nombre de la estrategia de seguridad nacional de Ronald Reagan– encabezó varias reuniones con prelados, empresarios y panistas.
A lo largo del siglo XX, la iglesia católica mexicana pudo presumir una enorme presencia en sectores sociales mexicanos, sobre todo de clase media a desposeídos, pero nunca pudo convertirse en un poder político real que buscaban empujar al PAN a Los Pinos.
Del lado contrario, la iglesia progresista se movió en torno a la teología de la liberación y pudo armar de alguna manera particular cierta relación política con la izquierda política y la ultraizquierda guerrillera, pero tampoco consiguió influir en el rumbo de la República. Esta iglesia progresista amplió la presencia de jóvenes en la religión y luego consolidar apoyo –no liderazgo– en las comunidades campesinas radicales en modo de mecha revolucionaria.
La jerarquía católica panista de los años ochenta no pudo influir en la alternancia del 2000, a pesar de que el presidente Fox hizo esfuerzos para darle poder real; el propio Fox no supo gestionar la jerarquía a su favor, al grado de que tardó en conseguir la anulación del primer matrimonio de Marta Sahagún para poder desposarse.
El panismo de Fox y Calderón de ningún modo pudo fortalecer el poder de la Iglesia católica en la tierra y el estilo conservador del presidente Enrique Peña Nieto solo le dio un asiento de primera fila —sin voz ni voto– a la jerarquía en los últimos años del sistema político priista, pero carente de fuerza para influir en la sucesión presidencial.
El poder terrenal anulado de la Iglesia católica se percibió en las dos últimas elecciones presidenciales: un presidente no católico y una presidenta judía probaron que la fuerza de la fe al final es más terrenal que en el cielo. Las posiciones políticas de la Iglesia abandonaron los extremos y se ubicaron en un sector de centro ideológico lobotomizado, deslavado y con iglesias semivacías, aunque la fe de los mexicanos se expresa con enorme fuerza solo en las fiestas religiosas de los pueblos, de las ciudades y de las fechas históricas.
El Papa Juan Pablo II se ganó a pulso la simpatía de los mexicanos, pero en proceso de transformación política en realidad no hubo presencia ni de la Iglesia, ni de los empresarios, ni de la derecha-ultraderecha. La alternancia fue producto del desmoronamiento del PRI.
La relación del episcopado con el Papa Francisco quedó clara en el discurso papal en la Catedral durante su visita a México: un regaño por las grillas de la jerarquía. Y nada más
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Política para dummies: la política siempre ha usado el poder terrenal para controlar al poder religioso.
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