
Raúl López Gómez/Cosmovisión
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En política, pocas cosas son tan delicadas —y tan poderosas— como la oportunidad de gobernar después de una victoria que desafió el orden establecido. Un presidente municipal electo no solo obtuvo el respaldo de las urnas; encarnó una inconformidad colectiva, un “¡ya basta!” que no se gritó en vano. Fue capaz de transformar el hartazgo en estructura, el descontento en propuesta y el deseo de transformación en una victoria popular. Pero ahora, con la banda invisible del poder sobre los hombros, la pregunta es otra: ¿cómo no fallarle a ese impulso que lo trajo hasta aquí?
La respuesta se resume en una fórmula tan simple como desafiante: continuidad con cambio. Quien fue electo bajo las siglas de un partido que ya gobierna no debe sentirse atado, ni mucho menos condenado a la inercia. Tiene frente a sí una ruta que no parte de cero, sino de la fuerza de un proyecto político que ha demostrado eficacia a nivel nacional —y puede rendir frutos a nivel local—, pero que necesita nuevas manos, nuevos ojos y nuevas velocidades para no desgastarse. La gente votó por el mismo movimiento, pero no por los mismos errores; votó por la transformación, no por la rutina.
La “continuidad con cambio” se traduce en una brújula moral y operativa que implica defender los principios —honestidad, justicia social, cercanía al pueblo—, pero modificar los métodos cuando se han vuelto obsoletos, lentos o excluyentes. Sin desviarse del rumbo, se puede aligerar o acelerar el paso; corregir sin claudicar; escuchar sin perder autoridad. El proyecto alternativo de nación debe preservarse porque funciona; sin embargo, habrá asignaturas en las que habrá de renovarse, porque ya no alcanza.
La primera etapa fue necesaria para romper el viejo régimen; la etapa actual exige corregir excesos, ajustar estrategias y abandonar lastres que ya no corresponden al momento que vivimos.
El éxito de la causa popular se sostiene en gobiernos óptimos, con la mira puesta en el mayor interés que puede tener una administración pública: el bien común. Ese éxito se traduce en militantes conectados con el trabajo en territorio; en estructuras que siguen representando a todos; en las formas de hacer política que el pueblo votó para liderar.
Ahora, el desafío no es menor: el presidente municipal electo deberá demostrar que la transformación forma parte de un proceso en el que convergen ensayo, error, rectificación y audacia. La continuidad con cambio implica preservar la columna vertebral del movimiento —sus valores, su compromiso social, su cercanía con la gente—, pero hacer reformas tan justas como necesarias. Significa ejecutar con más eficiencia y más sensibilidad.
En términos comunicacionales, quien gobierna con esta lógica proyecta una narrativa poderosa: la de la madurez política; la del movimiento que no se estanca; la del liderazgo que no teme corregirse; la del gobierno que escucha sin perder autoridad. Y esa narrativa tiene un efecto directo en la percepción pública: genera confianza, refuerza legitimidad y, sobre todo, ahorra desgaste político en el mediano plazo.
Desde la estrategia, la continuidad con cambio es una respuesta precisa al riesgo más peligroso para todo movimiento social: la decepción de sus propias bases.
El presidente municipal electo tiene frente a sí una oportunidad irrepetible: consolidar un nuevo modo de gobernar que no pida permiso a las viejas estructuras ni repita errores justificados en la costumbre. Una gestión que honre las conquistas sociales, pero que también corrija con firmeza los desvíos, las simulaciones y las improvisaciones del pasado reciente.
Si esa continuidad con cambio se ejecuta con inteligencia, el resultado será más que una buena administración: será la consolidación de un nuevo régimen. Uno que honra el legado de la transformación y lo proyecta hacia el futuro con más eficacia, más sensibilidad y más pueblo.
Gobernar así es, al mismo tiempo, el mayor reto y la mayor posibilidad de trascendencia. Porque quien logra hacer del cambio una constante —sin perder la esencia del proyecto— no solo cumple su mandato: escribe historia.
Porque una verdadera transformación no termina en las urnas: comienza de nuevo cada día, en cada decisión, en cada obra pública, en cada acto de justicia cotidiana.
Y la única manera de honrar el mandato popular es gobernar con lucidez, con carácter y con visión.
Quien logra eso no solo gobierna bien: gobierna con historia.