
Raúl López Gómez/Cosmovisión
* Prejuzgar y generalizar
En México siempre hemos tenido una extraña relación con la muerte.
Desde antes de la conquista, ya las culturas que habitaban este territorio conocían conceptos cómo el alma, el paraíso, el infierno o la resurrección.
Desde entonces y hasta la fecha el trato de los mexicanos con la muerte está marcado por la dualidad. Aquí la muerte es dolor, por la partida de un ser querido, pero a la vez es regocijo, porque intuimos que pasa a “mejor vida”.
La muerte en México representa, a su vez, renacimiento y reencuentro. Es por eso que en este país se preservan las experiencias positivas o agradables que se hayan tenido con el fallecido.
Una exigencia social inamovible es liberar al difunto de todos sus pecados. Desde el velorio y en las conversaciones posteriores en las que salga a colación el nombre del fallecido, siempre nos referiremos a él en los mejores términos, “como corresponde a la gente de bien”.
En México no hay muertos malos, y ¡ay de aquel que se atreva a difamar al difuntito!
A las autoridades de nuestro país –pero, principalmente, a las de nuestro estado- nadie les ha recordado la existencia de estas normas sociales, y suelen declarar con preocupante ligereza, que las víctimas de ejecuciones o de “levantones” (asumidos estos como secuestros en los que no se pide rescate, sino que se ejecutan para hacer pagar a la víctima, o a algún familiar suyo, por alguna falta previa) están pagando las consecuencias de haber tomado el mal camino.
Esa censurable tendencia a generalizar es muy propia de los policías, como un mecanismo para ellos natural, de descartar hipótesis y recurrir a las opciones que consideran más viables.
Así, cuando investigan la desaparición de una mujer, lo primero que preguntan es si tenía novio, o alguna relación sentimental, pues para ellos la mayoría de las mujeres que desaparecen lo hacen de forma voluntaria, por razones románticas.
Si quien desaparece es un hombre, preguntan si tenía afición al alcohol, o a alguna droga, pues su experiencia les dicta que en la mayoría de los casos se trata de personas a las que se les prolongó la parranda o terminaron internados en algún centro de rehabilitación.
Lo mismo sucede con las víctimas de ejecuciones con previa tortura. La experiencia les ha enseñado a los policías que en la mayoría de los casos se trata de “ajustes de cuentas” entre grupos delictivos y por ahí conducen sus investigaciones.
El problema es que compartan sus teorías con los familiares y las amistades de los fallecidos. ¡Craso error! Violentan esa norma social que dicta que no se debe hablar mal de los difuntos.
Y en virtud de que dicha teoría está basada en simples deducciones y tendencias estadísticas, esto es, ninguna prueba contundente, pues el pecado de las autoridades se maximiza.
Los buenos policías también utilizan estas prácticas de prejuicio. También eligen como primeras líneas de investigación las más comunes, pero no comparten sus criterios, basados en el argumento de que la investigación está en proceso y cualquier opinión antes de la conclusión de la misma podría resultar tendenciosa.
Los que no soportan el asedio de las familias de las víctimas, o los que están urgidos de atraer los reflectores, son quienes suelen cometer el error de criminalizar a los fallecidos.
Aquí cabe hacer una pertinente aclaración. Las autoridades no son las únicas que caen en el error de generalizar o prejuzgar ante un hecho violento. Los periodistas también lo hacemos, con mucha frecuencia.
La muerte violenta de un comunicador es considerada, de manera automática, como un ataque a la libertad de expresión. Muchos periodistas suelen descartar cualquier otra posibilidad y juzgan y sentencian desde sus trincheras a las autoridades, a las que señalan como culpables del crimen.
De la noche a la mañana, a partir de su muerte, muchos periodistas se han convertido en caudillos de la libertad de expresión, en candidatos a la santidad, cuando quienes los conocimos supimos de sus virtudes, pero también de sus errores.
Con los periodistas caídos se practica al extremo la norma social que dicta que no se debe hablar mal de los difuntos.
Así pues, como actores y testigos de lo que sucede en nuestro entorno, debemos estar muy atentos a no caer o no creer en las generalidades, debemos evitar incurrir en juicios anticipados, sin haber recabado antes la suficiente información.