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Carlos Ramírez/Indicador político
* El síndrome del cangrejo
El diccionario de la Real Academia Española se refiere al término «canibalismo», en su segunda acepción, como «ferocidad o inhumanidad propias de caníbales».
Al caníbal lo describen como «un animal que come carne de otros de su misma especie».
Esa es la expresión más cercana a lo que sucede en estos momentos en el priismo veracruzano. Se matan y se devoran entre ellos. No importan las consecuencias, el instinto predomina y los hace cometer las peores atrocidades.
Desde el 2014 un connotado miembro del equipo de Javier Duarte me presumía: «No importa cómo nos golpeemos ahora. Una vez que el Gobernador decida quién de nosotros irá por la gubernatura, todos nos uniremos. Iremos juntos para preservar el Poder en Veracruz para nuestro grupo».
La expresión surgió luego de externarle mi preocupación por la guerra intestina que un día sí y otro también protagonizaban los «candidateables» del duartismo.
Dicho personaje se equivocó.
Los cálculos en la teoría parecían muy claros. No tomó en cuenta el llamado «síndrome del cangrejo».
Cuentan que durante un recorrido por una pescadería, una persona se encontró a un señor vendiendo cangrejos vivos. Tenía tres cubetas. En una de ellas había cangrejos americanos, en otra cangrejos japoneses y en la última cangrejos mexicanos. Sólo la última, la de los cangrejos mexicanos estaba sin tapadera.
Cuestionado sobre esa peculiaridad, el vendedor explicó que si no tapaba a los cangrejos americanos, empezaba uno a escalar hasta que por esfuerzo propio saltara de la canasta y se escapaba. Con los cangrejos japoneses era similar, cuando uno se quería escapar, se apoyaba en los demás, que lo iban empujando hasta que llegara al borde y se escapara.
Con los cangrejos mexicanos, sin embargo, pasaba algo distinto. Cuando uno trataba de sobresalir, entre todos se encargaban de jalarlo para abajo.
Llegado el momento de definir a su «delfín», sin tener la certeza de las capacidades y la lealtad de sus más cercanos colaboradores, Javier Duarte optó por impulsar a uno, pero mantener vivas las esperanzas de otros. Al final, en lugar de avanzar unidos para acortar distancias con los senadores, terminaron devorándose, jalándose entre ellos para evitar que alguno destacara.
El resultado ya es conocido. Víctimas de egoísmo, terminaron entregando la plaza.
A mediados del 2015, cuando más cruenta era la batalla entre los duartistas, el propio Gobernador llegó a comentar con amigos suyos en la capital del país: «Ninguno de mis candidatos ha crecido la suficiente. Acá (en la ciudad de México) quieren que sea Héctor (Yunes Landa). Yo tengo que tener una carta propia. Voy a tener que buscar una alternativa entre los independientes».
Ya había tomado la decisión, pero no se la comunicó a ninguno de sus candidatos.
Los dejó que se siguieran haciendo pedazos.
Ya no le importaba.
Ninguno de ellos iba a llegar.
La guerra se dio entre cuatro.
Alberto Silva, el más visible, el que mayor impulso recibió, pues fue impuesto, a pesar de la rabieta de los senadores, como dirigente del comité estatal priista.
Abajo de él, empeñados en impedir que llegara hasta el borde de la cubeta, Érick Lagos Hernández, con su equipaje cargado de perversidad; Adolfo Mota, quien nadaba «de muertito» pero aprovechaba el menor resquicio para filtrar su veneno, y Jorge Carvallo Delfín, el aspirante de los malos modos, el del golpeteo burdo, evidente, procaz.
La batalla terminó y los cuatro resultaron derrotados.
¿Creen ustedes que aprendieron la lección?
¡Claro que no!
Hoy siguen discutiendo y repartiéndose golpes, en el fondo de la cubeta.
Y ahí seguirán… hasta que el cocinero los lleve a su fatal destino.
*El texto es responsabilidad absoluta del autor