Carlos Ramírez/Indicador político
* De la abstención al acarreo
En los equipos de campaña de los aspirantes a diputados federales tienen la certeza de que el próximo 7 de junio será poca, muy poca la gente que acuda a votar de forma espontánea, sin el estímulo de una despensa, un sobre con billetes, o la solución a alguna gestión con el grupo en el poder.
Los candidatos y sus operadores saben que ganará el que lleve directamente o promueva el traslado de los votantes a su casilla. Es una elección federal de las llamadas “intermedias” (tiene lugar justo a la mitad del periodo de seis años del actual gobierno) y la mayoría de la población desconoce (y tampoco le interesa saber) cuál es la importancia y el papel de un diputado federal.
El analista político Jorge Alcocer Villanueva habla sobre el peso del clientelismo electoral en este proceso y advierte que este fenómeno se apoya en el incremento exponencial, con fines electorales, de beneficiarios de programas sociales -tanto federales como locales- y la existencia de redes de movilización para la jornada comicial. “Obtener los datos del ciudadano al que se entrega el regalo es el primer paso para luego insertarlo, junto a sus familiares y amigos en edad de votar, en las redes de ‘promovidos, a los que, a través de líderes y organizaciones al servicio del mejor postor se intentará llevar a las casillas y garantizar el sentido de su voto”.
Según Alcocer, en el voto no presionado por tales prácticas se encuentra el motor que ha hecho posible la pluralidad y las alternancias. Para ese segmento del electorado ir a votar tiene sentido en tanto que es expresión de la capacidad de cada ciudadano para decidir quiénes los representan o gobiernan. “En la volatilidad de sus preferencias radica la incertidumbre que, pese a todo, aún existe respecto de los resultados que habrán de surgir de las urnas”.
Es, pues, esta elección, una competencia de estructuras clientelares. Ningún operador político, con suficiente experiencia, dejará al azar la concurrencia de los ciudadanos a las urnas, pues tiene claro que su contrincante hará lo necesario para “arrimar” votantes.
Las nuevas restricciones en materia de gasto electoral han limitado al mínimo la presencia mediática de los candidatos. Ahora las campañas se hacen “por tierra” y son escasas las manifestaciones propagandísticas como el anuncio espectacular, o los pendones. Hoy no se puede usar el mobiliario urbano para colocar propaganda y cada material que se coloque será contabilizado y se revisará que haya sido fabricado con materiales biodegradables.
Como consecuencia de esos y otros candados, los candidatos están menos expuestos, la sociedad los conoce menos y, por lo tanto, la voluntad para acudir a las urnas el domingo 7 de junio pasa más por estrategias como la “movilización” o el “activismo”.
En esas circunstancias, hay candidatos que se saben sin la capacidad para convencer a los votantes con sus propuestas o su capacidad profesional, y apuestan todas sus canicas al acarreo, a la compra de votos o a la coacción.
De esa manera pretenden ganar una elección, aunque en realidad hayan perdido la campaña.
Es en esas prácticas donde el árbitro electoral debe poner especial atención, más que en contar el número de camisetas, gorras o “utilitarios” que reparte cada competidor.
Explotar la pobreza, la necesidad de los potenciales votantes, es una bofetada más a los esfuerzos del país por instaurar la democracia.
Las contiendas electorales deberían ser confrontación de ideas, de propuestas, de perfiles, para llevar a la tribuna legislativa a los mejor preparados, a los que mejor le sirvan a México.
Eso aún no sucede.