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Teresa Gil/Libros de ayer y hoy
* Campañas austeras
No importa el tamaño geográfico del Distrito, no importa el número de municipios que lo integren. De nada sirve argumentar que hay zonas de complicado acceso. El Instituto Nacional Electoral (INE) estableció en su acuerdo INE/CG02/2015, que los candidatos a diputados federales no podrán gastar más de un millón 260 mil 038 pesos con 34 centavos en los 60 días que dura su campaña.
Ni un centavo más.
El Artículo 243 de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales advierte en su primer párrafo que “los gastos que realicen los partidos políticos, las coaliciones y sus candidatos, en la propaganda electoral y las actividades de campaña, no podrán rebasar los topes que para cada elección acuerde el Consejo General”.
Llega a tal grado la supervisión de los gastos que realicen los candidatos durante su campaña, que en el Artículo 439 de la referida Ley se establece que en materia de fiscalización de recursos, “el Instituto podrá convenir mecanismos de colaboración con la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y la Fiscalía General de la República para detectar actos u operaciones que involucren recursos de procedencia ilícita”.
No hay, pues, mucho para dónde moverse.
Es tan estrecha la vereda por la que tienen que caminar los candidatos, que muchos partidos, con escasas posibilidades de triunfo, han decidido apostarle a la batalla jurídica. Lo que no puedan conseguir en las urnas, pretenden arrebatarlo en los tribunales.
Así pues, es común observar en cada campaña de los llamados “partidos grandes” a personas ajenas al candidato que se dedican a sumar, a tomar fotos y a reportar cada paso que da el aspirante a la curul federal.
Es material “en greña” que entregan a abogados contratados únicamente para encontrar motivos para sancionar a los contrincantes.
Es lo que desde hace años se ha llamado “judicializar las elecciones”, esto es, resolverlas en los tribunales, y no en las urnas.
Pero a cada acción corresponde una reacción, y los candidatos vigilados se han dado a la tarea de esconder sus cartas, disimular sus movimientos y, a la vez, contraatacar a sus contrincantes con estrategias similares de vigilancia.
Se da, entonces, una guerra absurda que termina empatada. Nadie se hace daño, pero lo que sí consiguen es que todos escondan la cartera. Hoy los candidatos no contratan grupos musicales de gran prestigio para sus concentraciones, pues dicho contrato será fiscalizado. Hoy se limita en número de anuncios espectaculares, se restringe el regalo de propaganda utilitaria (camisetas, gorras o sombrillas, por ejemplo), la mayor parte de la promoción se hace “a nivel de piso” caminando mucho, gastando mucha saliva y convenciendo a las familias en persona.
Hoy los candidatos invierten gran parte de sus recursos en las redes sociales, un elemento que se incorpora al menú de herramientas de promoción, con sorprendente éxito. El voto de los jóvenes y el de adultos jóvenes profesionistas, está siendo captado a través de herramientas como Facebook, Twitter, Instagram y otras.
Además de su efectividad, estas estrategias de proselitismo aún no son lo bastante fiscalizadas y, por lo tanto, existe la posibilidad de hacer muchas cosas que muy pronto se considerarán ilegales.
Son tiempos de cambio.
Los candidatos lo han notado. La sociedad también.