Raúl López Gómez/Cosmovisión
Salí del quirófano con un parche en el ojo izquierdo, y la recomendación de no agacharme ni hacer esfuerzos y, desde que pisé el umbral de la puerta me di cuenta que a quien se le limitan esas dos acciones que, regularmente se hacen impensadamente, se le mete en un túnel de inutilidad que sólo se le desea al peor enemigo, o contrincante político. Yo hubiera deseado que Bush no hubiera podido agacharse cuando el reportero Muntazer al- Zaidi le lanzó el zapatazo más justo y difundido del mundo.
A las 24 horas de intentar no agacharme, había yo contado dos caídas de jabón en el baño, imposibilidad de lavarse los pies porque eso requiere agachada y esfuerzo, dificultad de ponerse calcetines y zapatos. Me percaté que toda tarea que se emprende de la cintura para abajo, requiere de agachadas, esfuerzo y puntería, hora sí que si no quiere uno regarla. Me di cuenta que la puntería se toma mejor con los dos ojos que con uno y que apuntar con sólo uno para tirar al blanco es un error que seguro viene enseñado por algún tuerto en tiempos de la Revolución.
Me he tropezado cientos de veces con muebles que siempre han estado ahí, he regado vasos, tazas, copas y otros trastos que con buena vista no significa ninguna proeza asirlos. Como tuve que salir a la calle al segundo día de operado, me di cuenta que caminar en rúa empedrada sólo puede hacerse agachando la vista, así que como no podía hacer eso, me tropecé con una rampa de cochera corrida hasta la calle, me atoré con un cable tensor de poste de luz y pisé una cacota, todo eso en una cuadra.
Me vino a la memoria un viejo accidente que le pasó a mi tía Pancha quien, por la edad y el trabajo, sumados al hecho de que, en sus años mozos le cayó un rayo, estaba medio ciega y sorda. Era profesora de la escuela primaria “Macuiltepetl” en tiempos en que Xalapa acababa en lo que es ahora la Av. 20 de noviembre y más allá eran maizales; su escuela estaba en ese más allá. En medio de una tempestad trató de cerrar una ventana de su salón cogiendo el cerrojo de metal, cuando sobre el pararrayos del colegio caía el rayo que mero la mata y que le concedió la virtud por un tiempo, de encender focos con sólo tocarlos.
Pues esa tía Pancha medio ciega, una tardecita parda, en que las luces de los postes callejeros ya estaban encendidas, llegó a casa a contarnos: “Fíjense lo que me acaba de pasar: que crucé la calle mero donde el foco alumbra, para no darme un traspiés en la oscuridad, pero vi la sombra del tensor del poste sobre la banqueta, que le echo el vuelo con la pierna y -¿qué creen?- pues que le monto al tensor de verdad… ¡Virgen Santa, mero me parto en dos!”
Huelga agregar que al poco tiempo, el tensor se oxidó en el punto donde le montó mi tía.