Raúl López Gómez/Cosmovisión
Ecos, verdades y pantomimas
Esto parece una caricatura, una mala copia, una pantomima, un remedo, una farsa. No hay prácticamente un gobernante, funcionario o representante popular que sea auténtico, que diga y haga política como ejercicio de autoridad, como acto de gobierno, con poder de convencimiento, esfuerzo de construcción, prueba de gestión, capacidad de respuesta, búsqueda de solución. También son contados los medios que no obedezcan a una agenda propia, monotemática, excluyente, unidimensional, unidireccional. Medios que sin recato acusan al adversario con pruebas a la medida, señalan al enemigo con dedos cargados de falsa moral, y encubren al penitente siempre y cuando sea un incondicional. Medios fustigadores de día y alabadores de noche. Medios que dan voz siempre a los mismos, contra los mismos, sin matices, sin variaciones, sin distintas perspectivas, sin la elemental pluralidad, sin el decoro de la diversidad. Son el eco de sí mismos, de sus compromisos, sus traumas, sus miedos, sus verdades sin evidencia, sus envidias, frustraciones, contratos y obsesiones.
Todo parece montado a la medida, un país, una oficina, una calle, un estudio, una plaza de cartón, escenarios que permutan protagonistas, invierten diálogos y recambian falsos testimonios. Somos una tentativa de ciudadanos, maquinales, desinformados, dispuestos a la diatriba, al insulto, al escarnio, a tomar nuestra opinión por indiscutible sin necesidad de mayores explicaciones. Glorificamos a todo supuesto inconforme sin importarnos que sea un pinche malandrín. Censuramos todo acto de autoridad valiéndonos madre si tienen o no la ley y la razón de su lado. Y ya vendrán algunos a decirme que aliento a los arbitrarios y abandono a los justicieros. No mamen. Puras controversias de astracán, plaza pública convertida en esperpento, debates de tumulto. Nos queda la risa desvergonzada, la parodia de nosotros mismos, la burla que vulnera, el rictus amargo en la boca seca.
Para tomar en serio a los que gobiernan habría que exigir que el asunto sea mutuo, parejo y recíproco. Nos tomamos en serio a nosotros mismos, y cuando todos lo hayamos hecho, vamos tomando en serio a los demás. Para que políticos, medios y ciudadanos entendamos el papel de cada quién, la obligación de cada uno, las responsabilidades privativas, las grupales, las individuales y las colectivas. En principio, si la misma ley vale para todos, para todos debe aplicar la misma justicia. Y eso no sucede. Esa primera desigualdad nos hace perdernos el respeto.
Los gobernantes deberían acercarse al mundo real. Frecuentarlo, reconocerlo, asimilarlo. Identificarlo, porque dicen querer transformarlo. No el de las peroratas oficiales. Ese mundo no existe ni en el papel en el que está escrito. Sobrevuela en la dislocada imaginación de los redactores de discursos, versados en malas obras de ficción que hacen quedar mal a sus predicadores. Ese mundo no cabe en ninguna parte. Es tan maravilloso y paradisíaco, que parece sacado del origen, de la creación. Eso se sienten, eso se pretenden. Creadores de nuevos contextos y circunstancias. Pura tramoya en papel bond, a doble espacio, en Arial de 14 y texto justificado, con márgenes lo más amplios que sea posible. Pero resulta que en el principio era el caos, luego llegaron ellos, y lo que estaba mal, se puso peor. No son génesis. Provocan éxodos.
Sus palabras son inmoderadas y sus hechos, improcedentes. Carecen de autoridad moral, política y personal. Son gobernantes de sello oficial y palacio de gobierno, de desfile y honores a la bandera. No resuelven, no enmiendan, no disponen. Deciden, decretan, encumbran. Y cada día, la distancia entre gobernantes, habitantes, país y realidad se hace más profunda, más dañina, más inmensa. Porque esa distancia se llena de lodo, se ahoga de odio, se puebla de miedo, se atasca de opulencia, se derrama de oportunismo, se inunda de indiferencia.
Digamos “México”, “ética”, “verdad”, “Presidente”, “medios”, “política”, y después de pronunciar cada palabra escribamos lo primero que nos venga a la cabeza. Luego digamos nuestro propio nombre, y hagamos lo mismo. Veamos similitudes y diferencias. O somos parte de todo, o somos ajenos a todos, hasta a nosotros mismos. Las palabras pesan, viven, punzan, suman, quitan, curan. Por eso nadie debería usarlas con ligereza, sino con cuidado, respeto, celo, esmero. Una dama será una mujer, y viceversa, sea cuál sea su quehacer, y por eso debe ser ajena a toda injuria y vulgaridad, por ejemplo. Un espejo mostrará siempre tu verdadero rostro, ya sea que digas u ocultes tu nombre. Eso eres, más allá de cómo te llames. Es cosa de conceptos,
No hace falta deformar el entorno con palabras, porque entre todos hemos desfigurado la claridad con agravios, desidias, verdades a medias. Leo, veo, escucho, percibo actos de depredación lo mismo de gobiernos de que de ciudadanos, manifestantes, infiltrados, periodistas y autoridades. Ya depende si son amigos, aliados y populares, o adversarios, enemigos y fastidiosos, señalaremos o no sus desmanes, abusos, omisiones, intereses y prejuicios. Queremos certezas a la medida. Somos verdades en la farsa, fingidores de evidencias.
La realidad no se inventa. Si no es apropiada, se transforma. Y eso requiere capacidad de raciocinio, lucidez. Autocrítica, gracia tan rara que hay casos acreditados de más de 20 años sin ejercerla ni un solo día, inexistente en toda ocasión, utilizada bajo ninguna circunstancia. Debe ser cansado ser tan perfecto, debe ser agotador convertirse en la parodia de sí mismo. Yo no lo sé, afortunadamente. Sigues mintiendo, pero ya no engañas a nadie.
Intentaré salir a la calle, tomar la ciudad, usarla de escenario para ser yo mismo. Para hablar y hacer de acuerdo a mis pocos saberes y mi escaso entendimiento. Decir lo que no quiero, señalar lo que no creo, subrayar lo que siento necesario, proponer lo que me parezca conveniente. Advertir las mentiras del licenciado, del gerente, del reportero, del gobernante, del secretario, del amigo, del adversario, de la monja, del pastor, del literato, del pastelero, del vocero, de la puta, del regidor, del vendedor, del maestro, del lechero, del lavacoches, del arquitecto, del mesero, del pariente, del policía… y a reconocer y respetar sus verdades, porque nadie puede mentir a todos, todo el tiempo, dice el clásico.
Lágrima y carcajada. Dolor y puertas abiertas. Para sacar lo que no sirve, para dar entrada a cosas e ideas inéditas. Prometidas, nunca conocidas. La realidad la hicimos así entre todos. Ahora veamos qué hace ella de nosotros. Porque después de todo lo que nos han hecho y de todo lo que hemos permitido que suceda, no podemos amanecer todos los días siendo lo mismo.