Reciclar la luz, el nuevo concepto artístico de Frida Mazzotti
XALAPA, Ver., 18 de diciembre de 2015.- Es viernes 5 de septiembre de 2014; al filo de las nueve de la noche, mochila en la espalda, Juan Alberto Quintín Amador parte con lo necesario: agua embotellada, ropa interior, enseres personales y en una bolsa secreta dos mil dólares y mil 500 pesos mexicanos. Va en busca del sueño americano, sin saber que se encontrará con la pesadilla mexicana.
Con nostalgia, pero con el ánimo de que tomó la mejor decisión, Alberto, originario de El Salvador, se despide de su madre, quien convalece de una avanzada insuficiencia renal que padece; le promete volver con lo necesario para que sus últimos años de vida sean los mejores, con una atención medica especial, y además para acabar con el hambre que recuerda desde su infancia.
Su primer destino es Usulután, uno de los municipios fronterizos entre El Salvador y México.
Pasa de la media noche, él y cerca de una veintena de personas están a la espera de abordar el camión de segunda clase que los llevará a Oaxaca; sin mayores dificultades ingresa a territorio mexicano, cruzar la frontera le cuesta poco menos de 800 pesos.
Alberto tiene 18 años, y cree que llegar a Estados Unidos no será tan peligroso como lo refieren muchas de las voces que escuchó antes de su partida.
El domingo a primera se encuentra listo para abordar el lomo de La Bestia por primera vez; siempre pensó que estando arriba del tren tenía el cruce seguro, en lo que algunos de sus connacionales le han llamado La ruta de la muerte.
Juan Alberto Quintín Amador se equivoca, nuevamente. El tren avanza, el sol es intenso y el aire quema, ese verano fue uno de los más calientes en el sureste del país.
El hambre y la sed son sus compañeros inseparables.
Cambian de tren para continuar hacia Chiapas, y luego a Veracruz; están nerviosos, apenas y han dormido en tres días, las manos les sudan, su siguiente parada es el municipio de Agua Dulce.
“No hubo de otra, todos sabíamos que sería una noche difícil, debo confesar que saber que estaba cerca de Veracruz me hizo pensar por primera vez, desde aquel domingo, en regresar a El Salvador. Sabía que algo malo podía suceder, me contaron que los veracruzanos son nobles y solidarios, jariosos como en mi tierra; pero también me contaron que la violencia por el crimen organizado ocasionó el miedo y psicosis de la población, que poca era la ayuda que recibiríamos si algo ocurría”.
Al caer la noche del jueves el sueño lo vence, duerme quizá dos horas en el vagón de carga con llantas para autos. La mitad de los viajeros descansan mientras el resto vigila. La siguiente guardia le toca a él.
“Ha sido el despertar más abrupto y la pesadilla se hizo realidad. El tren llegó a la estación de Tierra Blanca, era de madrugada, alrededor de seis hombres armados nos bajaron a golpes, así me despertaron. ‘Quietecito y cooperando o te carga la verga’, me dijo uno. Tuve mucho frío, no supe qué hacer pero me atreví a negociar, le pregunté que si quería dinero y me respondió que también; en ese momento me arrebató la mochila con los 2 mil dólares que serían para el pollero que nos esperaba el fin de semana en el norte de México”.
Se escuchan sirenas y una fuerte movilización de elementos policiales abordo de patrullas de la Fuerza Civil de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) y la Marina Armada de México. Entonces el ensordecedor estruendo de los disparos y el fuego cruzado.
La persecución y el enfrentamiento termina. Junto con varios de sus acompañantes, Alberto es llevado a un lugar que poco recuerda, pero que lo marcó para siempre; de pronto se descubre desnudo, y secuestrado por delincuentes.
“No sé si fueron horas o años, para mí el tiempo se detuvo. Fui reclutado por una célula delincuencial, sufrí violaciones sexuales, maltrato físico, comía una lata de atún que me daban de vez en cuando; mis compañeros de viaje no sabíamos cómo íbamos a salir y regresar a nuestro país, yo no quería morir en Veracruz”.
Tuvo suerte, sólo se encargaba de hacer los mandados y cumplir los “antojos” perversos de los delincuentes, y la buena estrella lo acompañó.
Así pasaron cinco meses. Un día, mientras acompañaba a los delincuentes en un rondín, Alberto escucha la ráfaga de armas de fuego, cuerno de chivo en mano, sale al quite.
El enfrentamiento sólo dura unos minutos, muchos mueren, y Alberto sale herido y finge estar muerto, las autoridades estatales y federales abaten a un gran número de delincuentes, pero no logran repelerlos. El jefe de la cuadrilla ordena que a la brevedad se cave una fosa y los seis cuerpos, incluido el de él, son echados en ella.
“Antes de mi partida vi videos de narcos, de las atrocidades que hacen, aunque me asustaba, nunca pensé que me tocaría y pues así mero como en las películas huí, los muchachos que nos enterraron estaban muy drogados, y tras la balacera sólo querían volver a la base y celebrar que seguían vivos, no se dieron cuenta que yo no estaba muerto, aunque sí herido del brazo”.
El salvadoreño logra escapar y llegar al municipio de Tierra Blanca, donde pide ayuda a las autoridades municipales, quienes le brindan asistencia médica y alimentos.
Durante su convalecencia, que duró casi una semana, decide regresar a su tierra natal, pero una vez repuesto, y con nuevos amigos migrantes, decide que el hambre y la pobreza ya no son una opción para él, así que emprende una vez más el camino, en busca del sueño americano.
Números migrantes
De acuerdo con información de la Secretaría de Gobernación, durante los meses de enero a agosto de 2015, en Veracruz cuatro mil 237 migrantes recibieron algún tipo de orientación, tres mil 983 recibieron algún tipo de asistencia social, y el Grupo Beta de la Policía Federal rescató a 556.