Carlos Ramírez/Indicador político
Si en verdad febrero fuera el mes de la fiebre, como su nombre lo indica, todos los niños nacerían en noviembre, y eso no es verdad. Los seres humanos andan fogosos los doce meses del año y fabrican chamacos bajo todos los signos zodiacales; no son como los gatos que según parece traen un calendario insertado en alguna de sus siete vidas y se la pasan todo febrero chillando y orinando puertas y ventanas de los domicilios sin que les importe si en ellos viven gatos o mojigatos. De las gatas que pueblan las noches de maullidos lastimeros, podría aceptarse la popular creencia de que cuando sufren lloran y cuando gozan chillan; con eso se nos aliviará el remordimiento de conciencia de oírlas gemir sin lanzarles un misericordioso zapatazo que, dicho sea de paso, de un tiempo acá, tiene más brillante destino cuando se le lanza a un nefasto presidente gringo.
Dicen los estudiosos de la conducta animal, que en febrero se aparean los canarios, los canes, y los comerciantes… digo: y los comerciantes hacen su agosto rematando la ropa de invierno e induciendo a los incautos a comprar lo que no les hace falta, para regalar abalorios y baratijas inútiles que ocasionalmente producen el efecto de aflojar la resistencia de la pretendida; lo que no siempre tiene un final feliz, pues se corre el riesgo de pasar del noviazgo al matrimonio en un abrir y cerrar de… ojos.
Lo muy obvio es que en febrero se excitan los directores del registro civil y las directoras de los programas de la infancia y la familia y, “para calmar sus ansias de…” como dice la canción, organizan año con año, matrimonios colectivos legalizando con bombo y platillo los arrejuntamientos de viejos que, en la tercera edad ya han pasado las dos primeras emparejados sin extrañar ni hacerles falta la ridícula acta de matrimonio que con tanta solemnidad reparte en ese día el registro civil sin ningún remordimiento de conciencia, todo lo contrario, creen que con eso están metiendo en el redil de las instituciones sagradas y sacramentadas a las y los borregos descarriados y descarriadas que vivían en pecaminosa mancebía. ¡Esa si es calentura institucional… calentura ajena!
En febrero cae también por lo regular el carnaval que, como todo mundo sabe, desde tiempos antiguos tiene el propósito de relajar las conductas, las conciencias, los esfínteres y todo aquello que el resto del año se mantiene apretado, contenido y fruncido por razones de convivencia pacífica y moral. En el lapso en que se entierra el mal humor, resucita Juan Carnaval y se remata con la ceniza del miércoles, el abuso y el desenfreno pasan a ser el pan nuestro de cada día, el relajo toma carta de naturalización y todo se trastoca en su contrario; se pasa de la solemnidad al relajo, del orden al desmán, de la sobriedad a la embriaguez, de la organización al despiporre, de la tranquilidad a la violencia y de la salud al VIH positivo; todo permitido y auto permitido; en estas condiciones la fiebre de febrero no tiene límites, puede verse en la calle escenas que una vez retratadas o filmadas pasan a formar parte de las páginas XXX del ciberespacio; así los que no alcanzaron a llegar al lugar de los hechos, sentados cómodamente frente a su computadora personal pueden participar de los calores de las carnestolendas y de las carnes telúricas. ¡Bendita ciencia!
En fin, sea ficción o realidad, aceptemos que febrero es el mes más cachondo del año.