Carlos Ramírez/Indicador político
El jueves, el Gabo y yo
Si si, ya sé que hoy es lunes y no jueves, pero es que como los lunes invariablemente amanezco crudo se me figura que son jueves. Así que perdóname la vida lector y permíteme discernir sobre el jueves. Es que no se me ocurre otra cosa, me cae. Además, no quiero echar a perder la frase de una amiga que la semana anterior me dijo «qué día tan horrible, hasta parece jueves». «Es jueves», le contesté. Y sí, en efecto, era jueves y el día estaba del nabo. Entre que salía el sol y no salía, entre que entraba el norte y no entraba, entre que me aburría y me daba somnolencia, entre azul y buenas noches.
Aunque por ignotas razones, mi ojeriza por los jueves viene desde mi más tierna infancia, pero se acentuó cuando entré a trabajar a la Caja General de Excélsior en la que fue la primera chamba de mi vida.
Era en jueves cuando mis compañeros y yo llenábamos a mano los mil 700 sobres de la paga de los trabajadores y jubilados. Aquellas eran unas chingas porque primero había que «vaciar la nómina», esto es, había que descontar vales de caja y otros préstamos; luego había que contar el dinero fajilla por fajilla (con lo que me gusta contar lana que no es mía). Después nos repartíamos la carga entre dos personas y cada pareja tomaba cien sobres. Quien «despachaba» contaba el salario que había ganado el trabajador esa semana y quien «cerraba» lo recontaba antes de echarlo al sobre.
Casi siempre me tocaba llenar con un sujeto que era un redomado pendejo porque me exigía que engrapara los sobres una vez recontado el dinero. Pero cuando hacíamos el corte parcial y saltaba una diferencia, había que desengrapar los pinches sobres y volver a contar el efectivo hasta que aparecía el error. Una vez le sugerí engrapar después de hacer el corte parcial pero me mandó al carajo: «Hazlo como te ordeno» me dijo. «¿Y por qué no como yo te sugiero?» contesté. «Porque soy tu superior», me reviró. Y ni pex.
El trabajo lo realizábamos casi en absoluto silencio y eso lo hacía más pesado y tedioso. Si el locuaz de Del Valle se ponía a silbar, de inmediato lo callaba el jefe Alfredo Mejía con una mirada fulminante. A las seis de la tarde el área de administración era un cementerio; solo los pendejos de la Caja General seguíamos en friega llenado sobres y en ese quehacer nos daban las nueve, las diez, las doce de la noche, o las dos de la mañana del viernes.
Pero aunque no hubiera llenado sobres en jueves, ese día es un día jodido, huero, vano y anodino. No tiene el ímpetu del miércoles, ni la alegría contenida del viernes y mucho menos la guapura del sábado.
En ese renglón mi compañero en letras Gabriel García Márquez y yo nos parecemos un resto porque ambos aborrecemos los jueves. «El jueves es un día híbrido. Una torrija del tiempo, sin sabor ni color, sin otra justificación que la de obligarnos a gastar un pedazo de vida que podríamos utilizar en cosas más útiles. Las horas que malbaratamos el jueves podrían servirnos para hacer más blanda la almohada del domingo» dice Gabo en el primer párrafo de un artículo que escribió sobre el tema.
Más adelante agrega: «…Despertamos a su simple claridad, a su desabrida transparencia, con la sensación de estar desembarcando en una isla estéril, triste de vegetación, rodeada por las aguas de las horas vividas».
Y remata diciendo: «Indiscutiblemente, el jueves es un día entre paréntesis. Solo sirve para escribir sobre su inutilidad cuando no es posible desarrollar otro tema de mayor importancia».
Estoy de acuerdo contigo Gabriel, el jueves es una soberana jodidez.
El gran Gabo dice a mitad de su disertación: «Yo creo que el jueves no sirve ni siquiera para morir…» y como paradoja murió un jueves.
Quiero pensar que antes de cerrar los ojos para siempre no se dio cuenta de ese detalle.
En lo que a mi respecta, a ver si no me pasa lo mismo (morir en jueves) por andar hablando mal de ese pinche día.