
El drama de los desaparecidos
Réquiem por una Rana inolvidable
Bernardo Gutiérrez Parra
Atenta Nota: Oficialmente ayer salí de vacaciones, pero una amable lectora (nomás una) me pidió que volviera a publicar la historia que a continuación leerás lector, y que publiqué por primera vez hace un año por estas fechas en un semanario de Xalapa con el seudónimo de El Neno y en la columna Divergencias. Va pues y ahora sí feliz Navidad y un excelente 2015.
Cuando era niño, en mi barrio deambulaba un sujeto cincuentón al que le decían La Rana. Tenía los ojos saltones y un cuerpo delgado que contrastaba con una panza prominente; usaba melena larga y muy sucia, vestía andrajos y seguido jalaba pal monte donde fumaba una yerbita que lo hacía hablar con Dios.
La Rana era más bueno que el pan pero un día quién sabe qué carajos se metió que se le botaron las velocidades. Agarró a un gato por la cola y lo estrelló varias veces contra una pared para ver si era cierto que tenía siete vidas. Al cuarto carambazo el minino dio su último maullido y la Rana dijo filosofal que había echado por tierra una teoría milenaria.
Sin duda arrepentido por este hecho, le dio por recoger a cuanto gato se encontraba en la calle para llevarlo a su casa; un jacal con remiendos de madera y cartón que tenía cerca del basurero.
En ese sitio crecía solitario y escuálido un árbol al que regó y abonó hasta hacerlo reverdecer y tiempo después comenzó a adornarlo con esferas de Navidad. Su rito navideño comenzaba en octubre y terminaba a mediados de marzo cuando quitaba las esferas. Pronto el árbol se hizo famoso porque la Rana, que sobrevivía haciendo mandados, pedía esferas en lugar de dinero hasta que un día faltaron ramas por tanta esfera como llegó a juntar.
El primer día de cada mes se iba al puente de Tuxpan, se trepaba al barandal y se ponía a charlar con sus novias las sirenas que según él se le escapaban al dios Neptuno. Pero en cierta ocasión las ninfas se escondieron debajo de los pilares, la Rana se asomó, se asomó más, se asomó mucho y… los rescatistas de la Marina lo sacaron del río medio ahogado.
A la Rana le gustaba platicar con los pájaros, las mariposas, las flores y hasta con los cerdos. Un día se detuvo en el barrio un camión con seis reses bravas que serían toreadas al día siguiente en la plaza de toros y se le hizo fácil treparse a las redilas a charlar con los animales. Éstos, que evidentemente no tenían ganas de socializar, lo aplastaron, lo pisaron, lo cornearon, lo zarandearon, rompieron las redilas y escaparon. La policía y los bomberos tardaron horas en volver a encerrar a las bestias y los doctores se chutaron tres meses remendando a la Rana.
La Rana comía de todo, desde desperdicios hasta las liendres que le hervían en la melena, pero tenía una cualidad increíble para contar cuentos fascinantes. No era bien visto por nuestros padres, pero para nosotros era casi imposible escapar al embrujo de sus historias maravillosas. La Rana nos contaba lo que había detrás de las estrellas y más allá del sol. Un día le escuchamos una historia fantástica sobre gnomos que habitaban el centro de la tierra y fabricaban diamantes y esmeraldas con gotas de rocío que después incrustaban en las montañas de África.
Nos decía lo que platicaba con los ángeles las madrugadas de diciembre y nos describía los colores fabulosos de los arco iris del universo. Antes de saberlo en la primaria, nos enteramos por la Rana que las flores tienen alma y sienten, que los pájaros dialogan entre sí y que todos los animales tienen una función sustantiva para el equilibrio de la naturaleza.
La Rana tenía un caballo alado con el que salía por las noches a recorrer los planetas que hay más allá del sistema solar. Cuando le daba tiempo se iba de paseo a la Vía Láctea y nos traía polvo de estrellas.
La última vez que lo ví hace treinta y tantos años, comía plácidamente sentado en una banqueta.
Al verme con mi maleta en la mano me preguntó: “¿Te vas güero?”. “Me voy Rana”, le contesté. “A donde vayas nunca olvides que la vida es un sueño maravilloso”, me dijo. Y nunca lo he olvidado.
Hace tres días la Rana fue encontrado tirado debajo de su frondoso árbol navideño. Me dijeron que lo hallaron boca arriba, con los ojos semi abiertos, los brazos en cruz y una ligera sonrisa en las delgadas líneas de sus labios nonagenarios.
Nadie reclamó su cuerpo y dicen que fue a parar a la fosa común, pero yo sé que eso no es verdad. La Rana duerme hoy más allá de las estrellas, cobijado por los ángeles y arrullado por el canto de sus novias, las sirenas que se le escaparon a Neptuno.
[email protected]