
Las rutas de la salud: revolución silenciosa en el derecho a la salud
Felipe de J. Monroy*
En días pasados, dos personajes marginales del escenario político autoidentificados con una idea de “la derecha” se enfrascaron en un aparentemente inútil intercambio de agresiones en redes sociales a partir de una excusa menos que anecdótica. La verborrea digital estuvo llena de agresiones y acusaciones personales de bajísimo nivel; y, sin embargo, entre los sendos discursos de desprecio, odio y oportunismo político, se deja entrever un tema que –por lo menos– sí urge a debate: ¿Todo lo conservador es religioso? ¿Todo lo religioso debe ser conservador? La respuesta es clara, pero hay que desmenuzar.
En primer lugar, hay que sacar la paja discursiva del pleito entre estos personajes, porque mucho del entuerto son ofensas personales. Aunque también es preciso descartar las palabras que están más por su uso propagandístico que por una disputa real por el sentido. En concreto, se trata de temas que se dijeron sin ningún miramiento, casi como si estos personajes los tomaran de una alacena donde han guardado las palabras “políticas” y las utilizan sin una clara idea de por qué: democracia, oposición, corrupción, partidocracia, etc.
Pero donde sí hay que detenerse es en el resto de concepciones vertidas en este pleito, porque se trata formalmente de conceptos en disputa. Entre estas ideas está: la oposición entre la legitimidad carismática frente a la legitimación racional; las fronteras idealizadas en el confesionalismo o la secularización de las instituciones públicas; el juego del pragmatismo político frente al purismo ideológico; y la disputa entre meter “la tradición y la fe en la política” o vivir “una política con tradición y fe”. Es decir, la polémica entre estas figuras trasciende el escándalo personal y nos revela tensiones estructurales no resueltas en la política mexicana contemporánea.
El el clímax del conflicto, por ejemplo, una de las partes manifestó un repudio visceral a la identidad religiosa del otro, exaltando la impermeabilidad del Estado laico; pero dos días después utilizó a un colectivo de líderes religiosos y participó de un rito piadoso en una oficina de gobierno y en horario laboral. Su oponente, sin embargo, no es más congruente: Aseguró que una persona que no ejercita la religión que él mismo practica es “verdaderamente enfermo” y después, paradójicamente, alertó de cierta “persecución religiosa” en el país.
En el fondo, ambos personajes parten de una misma confusión que se representa en una colisión entre el ‘mundo de la vida’ y el ‘orden del sistema’. De un lado se nota un laicismo que cuestiona aquellas expresiones religiosas que no abonan a su propia idea de política; y del otro lado, refulge un confesionalismo que cuestiona las políticas que no satisfacen a su propia trascendencia espiritual.
En ambos casos se olvida que, con frecuencia, los valores culturales y morales cuestionan las estructuras políticas e institucionales a través de la disputa por lo “legítimo” en el espacio público; pero también son las estructuras e instituciones las que “moderan” los actos privados y colectivos en pos de la autopreservación del status quo y del desarrollo de la justicia ante los desacuerdos. Y ahí es donde entra la confusión entre los márgenes de lo religioso y el conservadurismo.
En el pleito reluce la idea errónea de que el conservadurismo político es de índole religioso. Desde esta perspectiva, el conflicto por la identidad cultural y nacional se juega esencialmente desde la tradición religiosa en México (principalmente cristiano-católica) y cuestiona no sólo la aportación de la diversidad de formas religiosas sino en particular la elección de no tener una religión.
Este pensamiento es peligroso cuando se traduce en lógica política, porque se abre a la posibilidad de la “revancha de lo sagrado”. Que no se limita a que en la esfera pública se reivindique la participación de actores religiosos –en tanto religiosos no como actores– sino que abiertamente apela a la restauración de gobiernos confesionales.
Y esta disputa también evidencia el error que se encuentra en buena parte de la clase política nacional: al confundir “lo religioso” como sustrato invariable del conservadurismo. Paradójicamente, la mayoría de las dimensiones religiosas comprenden un fin o destino ulterior, para el cual es necesario reclamar el permanente mejoramiento tanto de la persona como de los ámbitos sociales en que se desarrolla. Lo religioso, por tanto, casi siempre tiene una carga de crítica a las condiciones temporales, al anquilosamiento de las estructuras humanas, y a las ideologías que se revisten de destino y de promesa autocumplida.
Por ello, en el pleito tuitero del que hablamos, se evidencian dos modos equívocos que buscan manipular una parte del escenario de la disputa simbólica dentro del campo político de la “oposición”; porque no necesariamente todo lo religioso es conservador ni todo lo conservador es religioso. Es más, la convergencia de los marcos institucionales –como el ‘Estado laico’ o la ‘libertad religiosa’– con las consecuencias prácticas de las tensiones en la cooperación política –como la pluralidad y la diversidad–, tiene la potencialidad de una estratégica y prudente aproximación racional a progresivos cambios sociales que eviten las desgracias y los errores de los intentos de avances precedentes. Pero dudo que los protagonistas, los escuderos y los personajes adláteres del vergonzoso episodio que originó esta reflexión, estén a la altura de ese debate.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe