
Restaurar servicio y cercanía, el desafío de la educación católica
Entre los hombres y mujeres del EZLN que la madrugada del sábado 1 de enero de 1994 se levantaron en armas en Chiapas, iba un joven veracruzano alto, moreno, flaco pero garrudo, que se despidió de su natal Tatahuicapan, de su familia y de la docencia, no para ir en busca de aventuras, sino con el vehemente anhelo de cambiar el sistema imperante por generaciones y mejorar las condiciones de vida de los indígenas del sureste.
Esteban llegó a la selva lacandona de la mano de su tío Celerino que era un hombre aguerrido y con una visión revolucionaria muy afín al pensamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Fue don Celerino quien lo incorporó a la dura disciplina del EZLN hasta que su sobrino se convirtió en uno de los alfiles del Movimiento.
De origen náhuatl, el muchacho no tuvo problemas para convivir con jóvenes Tsotsiles, Tseltales, Choles, Zoques, Tojolabales, Mames y Lacandones a quienes diferenciaba la lengua, pero unía una sola convicción: cambiar por algo mejor la vida de injusticias, abusos, opresión y discriminación que sufrían quizá desde antes de nacer.
La noche del 31 de diciembre de 1993, Esteban y cientos de zapatistas esperaban nerviosos y tensos la orden de atacar de manera simultánea siete cabeceras municipales y un cuartel militar. Los más habían tomado una taza de café, los menos, café con pan y esa fue su cena de fin de año.
Algunos iban armados con machetes, otros llevaban rifles que llegaron por mar a Santa Martha en la zona de Tatahuicapan y que tenían una peculiaridad… carecían de balas. También había rifles de madera. Una foto de éstos le dio la vuelta al mundo ya que el joven insurgente que lo portaba, cayó abatido por balas de verdad.
Lo que quizá les incomodaba era el pasamontañas de grueso estambre negro, que provocaba comezón en cabeza, frente, mejillas, orejas, nariz y cuello, pero que se convirtió en símbolo mundial de la lucha por la sobrevivencia indígena en el sureste mexicano.
El asalto comenzó exactamente a la hora en que las iglesias de Chiapas dieron la primera de las doce campanadas que marcaron el fin de 1993 y el principio de 1994. Y para cuando el eco de la última se perdió entre la frondosidad de la selva, México ya no era el mismo.
Por encima de la algarabía, la música y los juegos pirotécnicos que iluminaron los cielos del país, por encima del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá que entró en vigor el primer minuto de ese día, y por encima de los brindis en Los Pinos, se alzó la voz de los indígenas chiapanecos ignorados por centurias y a los que ahora sí (de manera literal), todo el mundo volteó a ver.
Lo demás ya se sabe. El levantamiento zapatista fue la noticia con la que abrieron la mañana de Año Nuevo los noticieros de radio y televisión del orbe y se llevó las ocho columnas de todos los diarios nacionales el 2 de enero.
En cuestión de horas, la humanidad supo que un grupo de hombres y mujeres encapuchados, mal armados y mal vestidos, capitaneados por un sujeto que se hacía llamar el Subcomandante Marcos, le habían declarado la guerra al gobierno de México.
El gobierno se movió rápido y promovió (ahora sí) el diálogo con las comunidades indígenas. Llegaron las conferencias de paz a San Andrés Larráinzar y el Subcomandante Marcos se convirtió en un personaje más popular que el más famoso rock star.
Debido a los acuerdos de paz en San Andrés, se quedó en el tintero el plan de extender el Movimiento Zapatista a Veracruz y Tamaulipas en el que Esteban era uno de los elegidos para esa encomienda. Y es que el Movimiento se iba a convertir en una revolución, quizá la última del siglo XX.
Pero a cambio de eso se logró lo impensable: modificar la Constitución para otorgar derechos a los indígenas, incluyendo la autonomía de sus pueblos. Y atender las demandas en materia de justicia e igualdad para los pobres del país.
Esteban se hubiera quedado en Chiapas de no ser porque los habitantes de Tatahuicapan lo llamaron para que fuera su presidente municipal.
Y aquel joven moreno, alto y flaco pero garrudo, regresó a su tierra donde fue alcalde en dos ocasiones. Regresó a su hogar y al abrazo de su mujer que le dio dos hijos que le han dado tres nietos. Regresó a su escuela primaria “Cuauhtémoc” en la comunidad de Pilapillo, donde aparte de dar clases a la chamacada les cortaba el cabello. Y cambió quizá para siempre las armas y el pasamontañas por la función pública donde sigue haciendo lo que ha hecho siempre: brindar apoyo a quienes más lo necesitan.
Quizá lo conozcas o hayas oído hablar de él, lector. Es el diputado local y presidente de la Jucopo, Esteban Bautista Hernández.