
Carlos Ramírez/Indicador político
Booker Taliaferro Washington nació en una plantación del condado Franklin en el estado de Virginia en algún momento -pues él mismo nunca estuvo seguro- entre los años de 1856 y 1859. Su madre era una joven esclava. El padre, un vecino blanco que ejerció la prerrogativa de los hombres blancos sobre las mujeres negras en aquel Estados Unidos.
Booker creció en la atroz pobreza material y espiritual de la post guerra civil y trabajó jornadas de 14 horas en las minas de sal y de carbón. Se enseñó a sí mismo a leer. Con la ayuda de personas bondadosas obtuvo una educación universitaria y a su muerte en 1915 era considerado el más importante pedagogo y dirigente negro del país.
Es la suya una vida ejemplar en todos los sentidos. Contra formidables obstáculos no sólo se construyó a sí mismo, sino que fundó el Instituto Normal e Industrial de Tuskegee en Alabama, la primera y más importante escuela superior para negros en el país, de la que salieron generaciones de mujeres y hombres que superaron el trauma de la esclavitud y cambiaron el corazón de la sociedad estadounidense.
Fue en 1881, cuando tenía apenas 25 años, que Booker construyó —literalmente, con sus manos y las de sus alumnos— no solo los edificios del Instituto, sino que armó toda una filosofía educativa.
En la escuela se impartían clases de carpintería, agricultura, costura y mecánica, pero también civismo, disciplina y autoestima. El aprendizaje debía ser integral, útil y transformador. El lema del Instituto era: “Levanta la cabeza y haz el trabajo”. Washington no prometía una revolución inmediata. Prometía raíces profundas.
En su autobiografía, Desde la esclavitud, publicada en 1901, Booker tiene recuerdos dolorosos de su infancia: “Mi madre, supongo, llamó la atención de un comprador de esclavos que posteriormente se convirtió en el dueño de ella y mío. Su llegada al grupo de esclavos de la plantación llamó la misma atención que la compra de un caballo o una vaca. De mi padre sé menos aún, ni siquiera el nombre. He tenido informes de que era un blanco que vivía en una plantación vecina. Quienquiera que haya sido nunca supe que mostrara el menor interés en mi manutención. Pero no le guardo ningún rencor, pues fue otra desafortunada víctima de la institución que infelizmente la nación había abrazado en aquella época.
“No tengo memoria de que durante mi infancia haya habido un día en que nuestra familia compartiera la mesa, se diera una bendición y tomáramos los alimentos de manera civilizada. En aquella plantación de Virginia, y aún después, los niños procuraban los alimentos igual que las bestias, un trozo de pan aquí, un pellejo allá; una taza de leche en una oportunidad y en otra alguna papa […] En una oportunidad en que vi a dos de las amitas comer galletas de gengibre, me hice el propósito de que si llegar a ser libre, todas mis ambiciones se colmarían cuando pudiese obtener y comer galletas de gengibre igual que esas señoritas.”
Sus memorias fueron una proclama del pensamiento afroamericano, una oda al esfuerzo, pero también un relato político de emancipación silenciosa. Washington entendía el poder de la palabra. Se sabía dueño de su historia y la usó en su lucha social y política.
Booker predicó el trabajo, la limpieza, el esfuerzo, la constancia, el aprendizaje y el ejercicio como virtudes a través de las cuales se accede a una vida mejor, y estuvo en contra del enfrentamiento racial. Esto lo hizo muy popular entre las clases dominantes blancas pero lo enfrentó a las corrientes que militaban a favor de la igualdad de derechos civiles y económicos. Sus críticos condenaban su cautela y lo precavido de sus pasos.
En 1895 pronunció un discurso en la “Feria del Algodón” de Atlanta en donde llamó a los negros a no insistir en la igualdad política inmediata, sino a concentrarse en ganarse el respeto de los blancos mediante el trabajo honesto y la autosuficiencia. No pedía servilismo, sino prudencia. No rendición, sino paciencia … armada con ladrillos, libros y herramientas.
Hoy a esa oración se le tiene por histórica, pero muchos de sus contemporáneos, como el célebre W.E.B. Du Bois, consideraron que esto era una claudicación a la opresión de los blancos.
Du Bois, el primer negro en obtener un doctorado en Harvard, fue quien sentó las bases del pensamiento crítico racial en Estados Unidos. Desarrolló el concepto de “doble conciencia” para describir el conflicto de los negros entre su herencia africana y su ciudadanía en el país en donde sus antepasados habían llegado a ser vendidos como ganado. A diferencia de Booker, Du Bois abogaba por la protesta política y la lucha frontal y criticaba a Washington por aceptar el racismo como un hecho natural.
Pero me parece que Booker en realidad no era ingenuo, sino que tenía una afinada estrategia social, pues era claro que en el sur profundo yanqui, cuna del siniestro Ku Klux Klan, la joya de la corona del racismo, la xenofobia y la intolerancia religiosa, exigir derechos civiles podía ser una sentencia de muerte. Su estrategia no era la confrontación abierta, sino la consolidación silenciosa de una clase negra fuerte, culta y económicamente autónoma.
En este sentido, se puede decir que en un mundo que apenas salía de las cadenas de la esclavitud, Booker T. Washington se convirtió en un faro de dignidad, paciencia estratégica y educación liberadora. Entendió una verdad profunda: que la educación era la única herencia posible para los hijos de los esclavos. Enseñó que incluso los márgenes pueden construir centros. Que la educación es una herramienta de resistencia. Y que no ganan los que gritan más fuerte, sino los que siembran más profundo.
A comienzos del siglo XX, Booker Taliaferro Washington era el negro más influyente de Estados Unidos. Asesoró a presidentes, fue apoyado por las clases dominantes y políticos blancos y negros lo respetaron. Su figura, dicen las crónicas, “tenía una ambigüedad útil: para algunos blancos era un “negro seguro”; para muchos negros, era un líder paternal, severo pero protector.