Carlos Ramírez/Indicador político
No deja de ser un acto de crueldad decir que los pueblos tienen los gobiernos que merecen; la democracia es sumamente imperfecta como para asignar mérito o culpa al ambiente mayoritario sobre el que se resuelve una elección. Elegir es incierto, para bien o para mal. Más aún, una vez electa la autoridad la aceptación o popularidad no siempre se acompaña de sus realizaciones, sino a la habilidad del otrora candidato y ahora gobernante para convencer y, en no pocas ocasiones, engañar con los medios y recursos que el poder le ofrece.
Los buenos gobiernos son resultado más de lo fortuito que de la habilidad ciudadana para discernir sobre su mejor gobernante. Los partidos influyen y confunden, pero también el entorno. Las campañas electorales son, esencialmente, un esfuerzo de comunicación a partir de un contexto determinado que puede favorecer o perjudicar una determinada opción. El triunfo arrollador de López Obrador en 2018 se explica por el descontento de por medio, los errores del partido gobernante y las divisiones de la oposición panista. Impensable el escenario del tabasqueño en condiciones de gobierno dividido, con un Congreso opositor; seguramente se estarían viviendo condiciones extremas de desencuentro y polarización todavía más radicales a las presentes.
López Obrador ganó con mayoría clara y eso sirvió para que su coalición prevaleciera en el Congreso, además de triunfos en elecciones locales. En la Cámara hubo trampa, hubo fraude a la ley para eludir el límite a la sobrerrepresentación al postular candidatos a diputados propios a través de partidos que no alcanzaron 3% de los votos. Mayorías ficticias robustecidas con el apoyo del PVEM, partido muy próximo a Peña Nieto y que mudó de patrón, no de dueño.
En la actualidad los estudios de opinión pública han servido para recrear la fantasía del consenso y no sólo eso, también para anticipar resultados electorales, aunque aquí y en todas partes cada vez se evidencia su precaria confiabilidad. Aun así, sirven para tomar el pulso de lo que se cree que piensa la sociedad, sin acudir a temas elementales como qué siente, teme, alegra o enoja, el complejo e inasible mundo de las emociones.
Las autoridades, todas, se regocijan con las encuestas que les favorecen, tanto como si la elección triunfante se repitiera. No es para menos, aunque debieran estar presentes las condiciones del debate sobre los temas públicos. A López Obrador le favorece con claridad la opinión de la gente y en esto tiene que ver la manera como son muchos mexicanos: conservadores, pasivos, aspiracionistas de un beneficio social gratuito, conformistas, abonados en el rencor social y el encono a quien progresa, además de otras virtudes como la debilidad hacia quien le corteja y propensos a soluciones simples a problemas complejos. En fin, el aval a un gobernante puede ser la mejor radiografía no del prócer, sino de la sociedad que lo aprueba.
Lo que más rehúye la democracia presidencial es el debate; en eso la parlamentaria tiene su ventaja, aunque la discusión pública casi siempre se da entre los mismos, los políticos profesionales de diferentes persuasiones. Los medios son buena escuela de democracia en la medida en que se abran a la deliberación. En México, la discusión casi siempre ocurre entre los mismos y en la mayoría de los casos, oficialistas u opositores, para reafirmar lo que se quiere o cree, no para aprender de la confrontación de ideas; se vive en el mundo de las sectas, y, en no pocos casos, las ideas y las diferencias suelen volverse tema personal.
La democracia en México languidece. No guarda salud porque los dos actores más relevantes acusan insuficiencia: los elegidos y quienes eligen, además de la deficiencia de las mediaciones, los partidos. Las elecciones son singularmente confiables, no así los actores que buscan subvertir el sentido de las reglas, con frecuencia abusando del poder político, económico y ahora delictivo. Está enferma porque no hay deliberación pública, porque de un lado y de otro se imponen la simulación y las imposturas. Al menos en la Corte, en la sociedad civil, en algunos sectores de opinión y en los movimientos sociales radicales hay más autenticidad, misma que se agradece, aunque incomode.