Gabriel García-Márquez/Sentido común
“¿Qué derecho tiene un señor o señora de creer que por escribir una columna tenemos que creer que es verdad lo que dice?”.
José Saramago
El cubreboca de la discordia
Se le llama máscara quirúrgica, barbijo, tapaboca o cubreboca. Pero independientemente del nombre con el que se le conozca en país o región determinada, llegó para quedarse y debemos habituarnos a usarlo cotidianamente, ya sea comprado o hecho por nuestras propias manos; independientemente de su material y resistencia, de acuerdo con su vida útil, tiempo y forma de uso. Nos guste, o no.
Algo similar sucedió durante los años ochenta, a partir de la detección del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH), causante del Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida (SIDA). El mundo no estaba preparado para afrontar esta enfermedad, que en Estados Unidos –por ejemplo– se atribuyó a los homosexuales, inmigrantes haitianos, usuarios de drogas inyectables y receptores de transfusiones sanguíneas.
Los años siguientes se encargaron de sepultar los mitos, pero con esta pandemia se han registrado a la fecha más de 34 millones de casos, en su mayoría mortales. En su vertiente principal de transmisión, la vía sexual, el uso del condón es la principal medida de prevención, y desde entonces se mantienen las campañas de difusión oficial, que enfrentan dogmas religiosos, incredulidad y el repudio de distintos grupos sociales.
Con el SIDA, el problema es que los síntomas de la enfermedad pueden hacerse visibles ocho o diez años después del contacto de transmisión. Pero fuera de ello, guarda algunas similitudes con lo que actualmente ocurre con la pandemia del virus SARS-Cov02 y la enfermedad COVID-19, que en menos de un año suma en el mundo más de 14 millones de casos.
Para empezar, el virus es un enemigo invisible que no se detecta de inmediato, por lo que el infectado puede propagarlo sin darse cuenta entre todos sus contactos sociales. Más grave aún, porque en el caso del SIDA era necesaria la relación íntima o el compartir objetos (jeringas, rastrillos, cepillos dentales, etcétera) en los que se tuviera contacto con la sangre. Ahora basta un beso, abrazo, estornudo y un saludo de mano… tocar una superficie u objeto y llevarse las manos sucias a ojos, nariz o boca.
No es fácil mantener la “distancia social”. En un país como México la gente no puede quedarse encerrada en casa hasta que el peligro pase, simplemente porque más de la mitad de la población vive en condiciones de pobreza: quien no trabaja, no come, y el que no pedalea se cae de la bicicleta. A estas alturas del partido, la Nueva Normalidad es simplemente un estado deseable, mítico.
De ahí la importancia de protegerse, aunque sea de manera mínima. Y así como el condón fue al SIDA, el cubreboca es a la COVID-19. Usarlo puede ser estorboso, molesto, impráctico, antiestético, asfixiante, incómodo, estresante y un largo etcétera. Pero mientras no exista una vacuna, suceda un milagro o los científicos descubran algo que nos permita sortear esta crisis de mejor manera, sólo nos queda el cubreboca.
No es lo único. Están además las medidas de higiene como lavarse las manos con agua y jabón o desinfectarlas hasta el cansancio con gel antibacterial, no tocarse la cara ni en defensa propia, evitar cercanía con los demás y conservar el miedo, porque si le perdemos el respeto a este virus el número de infectados y muertos seguirá creciendo de manera exponencial, tal vez hasta nuestra casa.
Por todo lo anterior, independientemente de los políticos, líderes sociales, amistades y familiares que nos inciten a no utilizar cubreboca, es necesario proteger a nuestros eres queridos, a nosotros mismos… El dinero no es pretexto. Si de prevenir se trata, más allá de una mascarilla costosa, de esas que se conocen por claves y números, la idea es no exponerse y para ello basta la voluntad.
Cuando salgas a la calle tapa tu rostro. No importa que se trate de un cubreboca con tela gruesa que hayas confeccionado tú. A lo mejor te salva la vida.