Quirino Moreno Quiza/Repechaje
Los civiles y las cosas de gobierno.
La cuestión pública, los asuntos del gobierno, todos, son asuntos de los ciudadanos. Existe una tradición ─conservadora por cierto─ que ha normalizado la creencia de que las cosas de gobierno, son competencia exclusiva de los políticos, de las élites que ejercen el poder o que se alternan en su ejercicio. Está tan arraigada esta concepción que los propios ciudadanos suelen estar convencidos de que dichos temas sólo deben ser abordados por los políticos profesionales. Algunos promueven la creencia de que los ciudadanos deben agradecer con genuflexiones la gestión de los políticos y quemarle incienso al poder.
Hasta hace algunos años en México las leyes estaban diseñadas para alejar la participación de los ciudadanos de los centros de poder en donde se decidía. Se confinaba a un sólo momento, el del voto, el ejercicio de la ciudadanía, después venía la exclusiva preponderancia de los políticos en la práctica del poder y en el diseño y aplicación de la política pública. Este modelo concentrador del poder político, sin embargo, fue perdiendo terreno en favor de la participación ciudadana dando como resultado un nuevo diseño jurídico y un nuevo impulso a la democracia.
La emergencia en México de los organismos autónomos, ciudadanizados, ha sido una de las consecuencia de la irrupción cívica y democratizadora de finales del siglo pasado. Para los ciudadanos no bastaba el contrapeso de la oposición partidaria para que el ente gobernante moderara su natural aspiración al control absoluto. Se recordará que las rutinas del poder, bajo el régimen de sistema de partidos, generaron un modelo de control consensuado a partir de prebendas que terminó instituyendo una partidocracia que gestionaba el poder a espaldas de los ciudadanos. Los organismos autónomos, surgidos no como concesión graciosa de los partidos, sino como conquista de una exigencia social, se ubicaron en contraflujo a los intereses de los partidos y de sus gobiernos. No bastaba la versión gubernamental y partidaria sobre el problema de la seguridad, los derechos humanos, la educación, la rendición de cuentas, la salud, la obra pública, la gobernabilidad, era urgente el escrutinio y la ponderación ciudadana.
Ciudadanizar la vida política del país, sin embargo, suponía alentar la actuación independiente y autónoma de los electores en todos los ámbitos de la vida política nacional. Obligaba al Estado mexicano a comprometer recursos y políticas públicas para que en cada espacio de la sociedad y frente a cada problema público, los ciudadanos ejercieran su participación y pusieran en práctica soluciones locales. No obstante, fue un propósito no siempre cumplido porque los partidos no se resignaron a perder el control sobre todos los asuntos y torcieron leyes y mecanismos para apoderarse de las instituciones ciudadanizadas que deberían tratar de representar el ánimo cívico de la sociedad.
El retroceso del poder ciudadanizado que se vivió durante el peñismo fue solamente el punto de partida para un proceso de desmantelamiento agresivo y generalizado en el gobierno en curso. No sólo se han alentado nuevos mecanismo de control clientelar y corporativo para asfixiar la libertad de los cívicos sino que se ha construido una poderosa narrativa adversa a la ciudadanización del poder justificada en el combate a la corrupción y favorable a la narrativa ─también claramente conservadora─ de la concentración del poder, ya no en un partido, sino en una sola persona.
El aplastamiento de lo cívico (la participación cívica, no puede ser ni de lejos la acción efímera del individuo en un mitin cargado de emociones, de aplausos y de odios), es la negación de los derechos de cada sujeto para decidir y actuar en la resolución de los problemas colectivos y traducir sus preocupaciones en políticas públicas; es el descarte de los ciudadanos para imponer un modelo concentrador del poder, oligárquico, y que en el caso mexicano se ha traducido en la subordinación activa de los opositores, incluyendo a los más radicales. Por ejemplo, en ese horizonte reconocidos políticos encajados en el actual gobierno, antes liberales confesos, han claudicado a sus principios y ahora hacen apología del autoritarismo del presidencialismo extremo como única opción para la atención de los añejos problemas, o por lo menos han enmudecido ante la evidente regresión antidemocrática.
Esta tendencia, que no tiene nada de innovadora y si mucho de regresiva, se planta en contradicción con las realidades complejas que vive la sociedad mexicana moderna. Son tan bastos y complejos los problemas nacionales y locales que su comprensión y atención rebasan con mucho las competencias y capacidades de los poderes gubernamentales convencionales. Son asuntos que requieres respuestas altamente especializadas y compromisos de actores locales. Se ha venido demostrando por los pensadores de lo político que ningún gobierno alcanza con sus magnitudes físicas y operativas para dar atención y solución a las múltiples preocupaciones sociales, que la incorporación de los ciudadanos para lograr un gobierno de amplio consenso y respuesta puntual, es un tema que tendrá que irse imponiendo como imprescindible. Y ello supone una relación gobierno – sociedad bajo criterios de corresponsabilidad en donde el gobierno debe abandonar los afanes de vasallaje cívico.
El monopolio del poder a manos de los partidos, de corporaciones gremiales o de una élite deriva siempre en ineficacia y autoritarismo. La única manera de que las sociedades alcancen buenos niveles de gobernanza y estabilidad es que parte de ese poder se ceda en favor de la ciudadanía. Implica una nueva relación de poder que pasa por la construcción de consensos en el ámbito cívico. El primero de ellos y básico es que los asuntos públicos sí son competencia de los ciudadanos no de propiedad exclusiva de los políticos. El impase regresivo que está en curso solo agudizará, como ya se ve, la tensión entre poder gubernamental y sociedad, y no es consistente con el compromiso democrático que los mexicanos hemos construido durante décadas.