Teresa Gil/Libros de ayer y hoy
Ensalada invernal
Será por el siniestro clima que nos azota o por el inclemente avance de la edad, no lo sé, pero mis conexiones sinápticas están chisporroteando y no hay manera de enfocarlas en alguno de los urgentes temas que la sociedad espera sean atendidos por mi pluma. Así que con la licencia de mis pacientes y fieles lectores, esta semana desahogaré una ensalada de temas breves que se me han ido quedando en el tintero, algunos de ellos bastante antiguos.
Creo que nunca he visto en pantalla al Gran Actor, pero me da gusto que sea candidato a un Oscar de la academia. Como padre de una actriz, entiendo el valor que tienen esos símbolos: pueden estar confeccionados con latón de segunda mano, pero representan el reconocimiento de los pares. Me gusta la frescura y el sentido de humor con que el Gran Actor se condujo en las entrevistas, pero en lo que no estoy de acuerdo es en su declaración de que “Este premio no va a resolver ningún problema de México, pero para mi será muy importante”.
¡No, carajo! Como no me canso de sermonear a mis alumnos, en la medida en que cada quien cumpla con sus obligaciones y se empeñe en ser el mejor sin necesidad de que nadie lo vigile, estamos creando un país mejor. Como dice mi abuela, nadie puede ayudar si primero no se ayuda a sí mismo. Así que ese Oscar ayudará a resolver un grave problema nacional, el de la autoestima, que hoy parece tener como ejemplo sólo al panbol. (Nota bene: se dice que cuando se creó la estatuilla había la intención de llamarla “Hombre de hierro”, mote que no pegó. Y entonces una señora Herrick que trabajaba en la Academia comentó que el mono se parecía a su tío Oscar… y ya sabe usted lo que pasó.)
Leo a Martín Caparrós en Letras libres y se me ponen de punta los vellos desde el cogote hasta la zona sagrada. El gran entrevistador, el periodista implacable, el pelón de mirada feroz que partió a la India en busca de Sai Baba, el riguroso maestro de literatura y periodismo que una vez declaró ante sus alumnos: “Me gusta salir a hacer una crónica porque me parece que me pongo primitivo, que recupero ese atavismo del cazador que sale a ver qué encuentra”, ese mismo, ¡se compró una Kindle! ¡Oh manes, está próxima la decadencia de Occidente!
Pero esto no es lo peor: agobiado por el remordimiento de su debilidad, a lo largo de muchas cuartillas justifica su felonía con argumentos alambicados que van desde el precio bajo del aparatejo (¡hágame el refabrón cavor!) hasta su capacidad para almacenar tres mil libros… que sin duda podrá leer simultáneamente, je. He colocado veladoras para que desde el monte sagrado de los libros se lance un rayo que funda la batería de la Kindle de Martín Caparrós antes de que su traición se convierta en mal ejemplo y cunda entre una juventud de por sí ayuna de valores. A ver dónde lee entonces.
Se publicó tiempo ha que el venerable Museo del Orsay iría a los tribunales para demandar a una empresa de lencería. Esto no es un happening para airear el mohoso ambiente del repositorio y atraer a los jóvenes que ni por equivocación ponen pie en esos templos, no. La historia es que un ramillete de frescas, guapérrimas, correteables (y alcanzables) chicas llegó a la galería. Las zagalas se quitaron los abrigos, quedaron adornadas con minúsculas prendas íntimas y danzaron entre los provectos visitantes que según testimonios en youtube para nada se escandalizaron. Era un ardid publicitario. Pero los severos patronos de la institución, cual personajes de Intolerancia (1916, dirigida por David Wark Griffith), desempolvaron los cilicios, aceitaron el potro, alinearon la dama de hierro y se lanzaron a la caza de las inmorales que mancharon el recinto. No me quedó claro si además de cárcel y multa para las pecadoras y sus patrocinadores, la directiva del Orsay organizaría un Tedeum y procesiones de desagravio.
No estuve de acuerdo con Silva Herzog cuando denostó a los camaradas del PT que anduvieron por los rincones lloriqueando con vestiduras rasgadas, crujir de huesos y ceniza en el pelo por el óbito de Kim Jong Il, heredero del llorado Kim Il Sung. Chucho es demasiado joven para comprender el dolor que asaetea el alma de los viejos cuando sienten que la historia se les escapa entre los dedos nudosos. Más respeto al amado líder, el padre que durante felices décadas iluminó a las masas con su “revolución continuada”, el mismo que en el palacio de Pyongyang bendecía a delegaciones de intelectuales y periodistas mexicanos que peregrinaron para dar fe de la nueva luz.
La ruta D.F.-Habana-Praga-Harare-Pekín-Pyongyang fue más célebre que el Camino de Santiago. En el frescor del Nivel, del Negresco, de La Castellana y de otros santuarios de salud y sabiduría, escuché de queridos amigos míos, hoy enviados especiales al más allá, aventuras en aquel trayecto que dejaban chiquito a Ulises y hacían de Miguel Strogoff un mandadero. Así que más tolerancia a las nostalgias revolucionarias, señores analistas.
Un video que mostró a cuatro marines orinando sobre cadáveres de supuestos talibanes tuvo con el grito en el cielo a los fariseos del planeta hace unos años. Duraba poco menos de un minuto y se escuchaban las risas de los jóvenes. Uno de ellos dice que “a esos compas les hacía falta una ducha”, mientras se sube el zíper y se aleja satisfecho por el deber cumplido.
En Washington, los funcionarios del gobierno que ordenó la invasión, los legisladores que aprobaron los millones de dólares que costó y los supervisores de Abu Ghraib y Guantánamo, se mesaron los cabellos y se rasgaron las túnicas por el brutal espectáculo. Y quizá desde el santo rescoldo en donde reposan, los prohombres Polk, Roosevelt, Truman, LeMay, Dulles, et al, se hayan escandalizado por el episodio que empañó sus hazañas: guerra contra México y expoliación de su territorio, bomba atómica en Japón, cien mil muertos con bombas de napalm, guerra no declarada en Vietnam, declaratoria de inferioridad racial para todo americano no estadounidense, y un largo etcétera.
Y todo porque unos muchachos que no terminaron la secundaria en Alabama o Kentucky se condujeron como millones de los wasp que ven en los demás pueblos a seres inferiores dignos de ser meados. ¿Exagero? Creo que no. Seguro estoy que esos chavos se siguen preguntando en Fort Bragg qué fue lo que hicieron mal. Después de todo son herederos de soldados como el coronel John Pickett, quien en 1863 reportó al presidente confederado Jefferson Davis que los mexicanos eran, “[una raza] de mandriles degenerados… ladrones… asesinos… villanos y parias…”, además de proponer la apropiación de los ilimitados recursos agrícolas y minerales de México.
O esta otra joya del presidente con apodo de osito, Teodoro Teddy Roosevelt, a propósito de quienes pedían respeto a los pueblos originarios que eran masacrados: “Es verdaderamente estúpido, inmoral y perverso y puede entorpecer el proceso de una conquista que podría llevar a continentes enteros a convertirse en naciones civilizadas y florecientes, la idea de que esos continentes se deben para las tribus dispersas y salvajes, cuya vida es poco más o menos tan sin sentido, miserable y feroz que la de las bestias con las que conviven”. El padrecito Stalin y el tío Adolfo habrían suscrito sin chistar esta bella homilía. Así que ¿por qué tanto escándalo por la travesura de unos pobres muchachos en uniforme que sólo repetían una conducta aprendida?
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