Jorge Robledo/Descomplicado
¿De quién son los cadáveres?
Desde la abolición de la esclavitud, los seres humanos vivos dejaron de tener dueño, pero una vez que caen en la disfunción vital (defunción) pierden la cualidad de personas y se convierten… nos convertiremos en cosas, objetos, “fiambres” dice el vulgo. ¿Pasamos a ser propiedad de alguien? ¿Nos convertimos en bienes mostrencos? ¿Cuál es la respuesta a esta pregunta?
La Ley general de Salud, vigente en México dice: Artículo 346. .- Los cadáveres no pueden ser objeto de propiedad y siempre serán tratados con respeto, dignidad y consideración. Luego de eso distingue los restos como de “personas conocidas” y de “personas desconocidas”. Aquí también hace diferencia en el tratamiento de los cuerpos muertos; si son de personas conocidas asume que quien tiene derecho a disponer de ellos son sus familiares cercanos y les concede a estos la decisión de autorizar la necropsia. Si son de personas desconocidas, el Estado se irroga la capacidad de disposición y les da como destino posible el uso para la ciencia, para la docencia, para el reciclaje (¿mercado?) de órganos y finalmente la inhumación o incineración de lo que quede.
Hay otro caso que la ley no prevé, como el que les pasó a dos muchachas que llegaron el 24 de agosto a cumplir una manda ante el Señor de Jalacingo llevando a su abuelita para ver si el patrono les hacía el milagro de rejuvenecerla, o si eso no era posible, cuando menos de paliar sus dolencias cada vez más torturantes. Después de arrastrarla hasta el altar, prenderle un milagro de plata al manto morado del santo y encender una veladora, fueron a alojarse al único hotelucho que funcionaba en esa época. La anciana no amaneció viva y el hotelero que entonces jugaba para presidente municipal del pueblo, no quiso machar su expediente de candidato irreprochable, así que le pidió a las chicas que envolvieran el cuerpo en un petate, lo amarraran de la canastilla del auto y se fueran del pueblo antes de que la luz del sol alumbrara e impidiera lo que las sombras de la noche podían ocultar. Así que las dos nietas llorosas, asustadas y corridas del pueblo hicieron lo que les dijo el hotelero y huyeron con el despojo de la abuela como parte del equipaje que no cabía en el interior del pequeño Volkswagen. Pero en Perote se detuvieron a resollar un poco y a desayunar en el restaurante Covadonga, dejaron un rato el auto unos metros adelante de la puerta del establecimiento y, de ahí los ladrones se robaron el coche y la carga. Han pasado muchos años, las muchachas ya dejaron de serlo, pero cado año el 24 de agosto vuelven a Jalacingo a pedirle al padre Jesús que, aunque no aparezca el Volkswagen, cuando menos que aparezca lo que quede de la abuela.